¡Viejo
empedernido, zamacuco, obstinado, mohoso, tozudo, emperrado y bárbaro! —dije cierta tarde (en mi fantasía) a mi tío
abuelo Rumgudgeon, mientras lo amenazaba con el puño (en mi imaginación).
Sólo
en la imaginación. Diré que, en verdad, había cierta discrepancia entre lo que
yo decía y lo que no tenía el coraje de decir, entre lo que hacía y lo que no
me faltaba gana de hacer.
Cuando
abrí la puerta del salón la vieja marsopa habíase instalado con los pies sobre
la chimenea, un vaso de oporto en la zarpa, esforzándose violentamente por
poner en práctica la cancioncilla:
Remplis
ton verre vide!
Vide
ton verre plein!
—Querido
tío
—dije, cerrando suavemente la puerta y aproximándome con la más blanda de mis
sonrisas—, ha sido usted siempre tan amable y considerado manifestándome
su benevolencia de tantas... de tantísimas maneras, que... que siento
como si sólo fuera necesario sugerirle una vez más cierta insignificante
cosilla, para tener la seguridad de su plena aprobación.
—¡Ejem!
—dijo él—. ¡Veamos, muchacho... sigue!
—Estoy
seguro, querido tío (¡condenado vagabundo!), de que usted no tiene intención de
oponerse a mi casamiento con Kate. Ya sé que se trata de una broma... ¡Ja, ja!
¡Qué gracioso es usted a veces!
—¡Ja,
ja, ja! —repitió él—. ¡Que te cuelguen... vaya si lo soy!
—¿No
es cierto? ¡Bien sabía yo que bromeaba! Pues bien, tío, todo lo que Kate y yo
deseamos ahora es que tenga usted la gentileza de aconsejarnos sobre... sobre
la fecha... ya sabe usted, tío... En fin, ¿cuándo sería más conveniente para
usted que se realice la... la boda?
—¡Vete
de aquí, vagabundo! ¿Qué pretendes decir? ¡Espérate sentado!
—¡Ja,
ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Oh, magnífico! ¡Oh, qué broma extraordinaria! ¡Qué
ingenio! Pero todo lo que quisiéramos, tío, es que nos indique exactamente la
fecha.
—¡Ah!
¿Exactamente?
—Sí,
tío. Es decir... siempre que le resulte agradable.
—¿Y
no sería lo mismo, Bobby, si lo dejáramos al azar... digamos, alguna fecha
dentro de un año o cosa así, eh? ¿O tengo que fijarla exactamente?
—Por
favor, tío... exactamente.
—Pues
bien, Bobby, puesto que eres un excelente muchacho... y puesto que quieres una
fecha exacta... te la diré.
—¡Mi
querido tío!
—¡Silencio,
caballerito! —exclamó, ahogando mi voz—. Sí, te la diré. Tendrás mi
consentimiento... y la pecunia[1],
no debemos olvidarnos de la pecunia... ¡Veamos! ¿Qué día fijaremos? ¿Hoy es
domingo, verdad? Pues bien, te casarás exactamente... ¿me has oído?,
exactamente cuando haya tres domingos en una semana. ¿Has entendido,
caballerito? ¿Por qué te quedas boquiabierto? Te lo repito: tendrás a Kate y
tendrás la pecunia cuando haya tres domingos en una semana, pero no hasta
entonces, gran bribón... ¡no hasta entonces, aunque me maten! Ya me conoces, y
sabes que soy hombre de palabra. ¡Y ahora vete!
Tras
lo cual vació su vaso de oporto, mientras yo escapaba desesperado del salón.
Mi
tío abuelo Rumgudgeon era un «excelente anciano caballero inglés», pero, a
diferencia del de la canción, tenía sus puntos débiles. Era un personaje
diminuto, obeso, pomposo, apasionado y hemisférico, de roja nariz, gran
cabezota, abundante faltriquera y elevado concepto de su persona. Dueño del
mejor corazón de este mundo, un especial espíritu de contradicción le había
hecho ganar, entre aquellos que sólo lo conocían superficialmente, fama de
tacaño. Como muchas personas excelentes, parecía dominado por el caprichoso
deseo de gastar la paciencia, deseo que, a primera vista, hubiera podido
confundirse con maldad. A cualquier pedido que le hacía, un rotundo «¡No!» era
su respuesta inmediata; pero al final —muy al final— terminaba negándose a muy
pocos pedidos. Se defendía empecinadamente contra todo ataque que llevara a su
faltriquera, pero terminaba dando sumas que estaban en proporción directa con
la duración del sitio y el empecinamiento de la resistencia. En materia de
caridad, nadie daba más con menos amabilidad.
Mi
tío demostraba el más profundo de los desprecios por las bellas artes y, muy
especialmente, por la literatura. Casimir Perier le había inspirado este
último, con su petulante pregunta: A quoi un poète est-il bon?, que
mi tío repetía en todos los casos y con la más extraña de las pronunciaciones,
considerándola el nec plus ultra del ingenio. Así, mi frecuentación de
las Musas había provocado su profundo disgusto. Cierto día en que le solicité
un nuevo ejemplar de Horacio, me aseguró que la traducción de Poeta nascitur
non fit era: «A nasty poet for nohting fit» (Un repugnante poeta, incapaz
de nada); naturalmente su versión me produjo grandísima cólera. El antagonismo
de mi tío hacia las «humanidades» había ido en aumento en los últimos tiempos,
a causa de una inclinación hacia lo que él consideraba ciencias naturales.
Alguien lo había detenido en la calle confundiéndolo nada menos que con el
doctor Dubble L. Dee, conferenciante en física recreativa y otras fruslerías.
Esta confusión lo deslumbró, y, en la época de este relato (ya que en
definitiva se está convirtiendo en un relato), mi tío abuelo Rumgudgeon sólo se
mostraba accesible y pacífico en todo aquello que coincidiera con el capricho
científico que lo dominaba. En cuanto al resto, se reía desaforadamente de
todo, y en materia política era tan obstinado como simple. Creía con Horsley,
que «nada tiene el pueblo que ver con las leyes, aparte de obedecerlas».
Había
yo pasado toda mi vida a su lado, pues mis padres, al morir, me legaron a él
como la más rica de las herencias. Creo que el viejo miserable me quería como a
su propio hijo (y casi tanto como quería a Kate), pero lo mismo me daba una
vida de perros. Desde que cumplí un año hasta los cinco, me aplicó constantes y
regulares azotainas. De los cinco a los quince, me amenazó a cada momento con
enviarme a un reformatorio. De los quince a los veinte, no pasó un día sin que
me prometiera desheredarme hasta el último centavo. Cierto es que yo era una
buena pieza, pero esto formaba parte de mi naturaleza y valía como un artículo
de fe. En Kate, empero, tenía una amiga leal, y no lo ignoraba. Era una
excelente muchacha, que me había prometido gentilmente ser mi esposa (con
pecunia y todo), siempre que me las arreglara para obtener el consentimiento de
mi tío abuelo. ¡Pobre niña! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento,
su escaso capital no le sería entregado hasta después de que cinco
interminables veranos «arrastraran consigo su lenta duración». ¿Qué hacer,
entonces? A los quince años, y aun a los veintiuno (pues yo había franqueado ya
mi quinta olimpiada), cinco años de espera equivalen a quinientos. Inútilmente
asediaba a mi tío con mis demandas. Había él encontrado una pièce de
résistence (como dirían los señores Ude y Carene), que se adaptaba
maravillosamente a su petulante fantasía. Job mismo se hubiera indignado al ver
cómo aquel viejo gato jugaba con nosotros cual si fuéramos dos miserables
ratoncillos. En lo profundo de su corazón nada deseaba con más ardor que
nuestra unión. Desde el principio había estado de acuerdo. Y hubiera sido capaz
de sacar diez mil libras de su propio bolsillo (pues la dote de Kate era de
ella), de habérsele ocurrido alguna cosa que excusara nuestro natural
deseo. Pero habíamos sido lo bastante imprudentes como para mencionar el tema
por nuestra cuenta. No oponerse, bajo tales circunstancias, hubiera
estado más allá de sus fuerzas.
He
dicho ya que mi tío tenía sus puntos débiles, pero no debe entenderse por ello
que aludo a su obstinación. Al contrario, ésta se contaba entre sus puntos
fuertes: assurément ce n’était pas son faible. Cuando hablo de sus
debilidades me refiero a una superstición de vieja solterona que lo dominaba.
Se consideraba muy fuerte en sueños, portentos, et id genus omne de
galimatías. Mostrábase asimismo muy puntilloso en pequeños detalles de honor y,
a su manera, era hombre de palabra. Más aún: estas cosas le constituían una
verdadera obsesión. No tenía el menor escrúpulo en faltar al espíritu de
sus promesas, pero la letra era para él cosa inviolable.
Esta
peculiaridad de su carácter, sumada al ingenio de Kate, nos permitió un día
—poco después de mi entrevista con mi tío en el salón— sacarle una inesperada
ventaja; pero ahora, después de haber agotado como los modernos bardos y
oradores todo mi tiempo disponible en prolegómenos, resumiré lo sucedido en las
pocas palabras que constituyen el meollo de la historia.
Ocurrió
—pues así lo ordenaron los hados— que entre los conocidos de mi prometida se
contaban dos oficiales de la marina que acababan de volver a Inglaterra después
de un año de ausencia. Concertado nuestro plan, mi prima, ambos caballeros y yo
acudimos a visitar a mi tío en la tarde del domingo 10 de octubre, exactamente
tres semanas después de la memorable decisión que tan cruelmente había
desbaratado nuestras esperanzas. Durante la primera media hora la conversación
tocó los temas ordinarios, pero luego logramos, de manera muy natural, darle el
siguiente giro:
Capitán
Pratt.—Pues
bien, he estado un año ausente. Exactamente un año... ¡Veamos! ¡Pues, sí, hoy
es diez de octubre! ¿Recuerda, Mr. Rumgudgeon, que vine a despedirme de usted
hace exactamente un año? Dicho sea de paso, me parece una coincidencia bastante
curiosa que nuestro amigo aquí presente, el capitán Smitherton, haya estado
también ausente un año... Exactamente un año, ¿no es así?
Smitherton.—En efecto,
hoy hace un año justo. Recordará usted, Mr. Rumgudgeon, que vine aquel día en
compañía del capitán Pratt, a fin de despedirme de usted.
Tío.—Sí,
sí... me acuerdo muy bien... ¡Ciertamente es muy raro! Ambos ausentes
durante un año... Muy extraña coincidencia, por cierto. Lo que el doctor Dubble
L. Dee llamaría una extraordinaria concurrencia de sucesos. El doctor Dub...
Kate.—(Interrumpiéndolo.)
¡Sí, papá, es muy extraño! Pero el capitán Pratt y el capitán Smitherton no
siguieron la misma ruta, y eso significa una diferencia.
Tío.—¿Una
diferencia, muchacha? ¡Al contrario! ¡La cosa es así muchísimo más notable! El
doctor Dubble L. Dee...
Kate.—¿Sabes,
papá? El capitán Pratt dio la vuelta al cabo de Hornos, y el capitán Smitherton
al de Buena Esperanza.
Tío.—¡Pues
bien! El uno fue hacia el este y el otro hacia el oeste, y los dos dieron la
vuelta completa a la tierra. Dicho sea de paso, el doctor Dubble L. Dee...
Yo.—(Presurosamente.)
Capitán Pratt, ¿por qué no viene a pasar la velada de mañana con
nosotros...? También usted, capitán Smitherton. Nos contarán los detalles de
sus viajes, haremos una partida de whist, y...
Pratt.—¡Vamos,
querido muchacho! ¿Jugar al whist en domingo? Alguna otra noche, si
quiere, pero...
Kate.—¡Oh, no,
Robert no es tan impío como para proponer eso! Pero hoy es domingo,
capitán.
Tío.—¡Naturalmente!
Pratt.—Les pido
disculpas a ambos, pero no puedo engañarme hasta ese punto. Sé que mañana es
domingo porque...
Smitherton.—(Muy
sorprendido.) ¿Qué están diciendo ustedes? ¿No fue ayer domingo?
Todos.—¡Ayer!
¡Vamos, usted bromea!
Tío.—¡Hoy
es domingo! ¡Como si no lo supiera!
Pratt.—¡Oh,
no! ¡Mañana es domingo!
Smitherton.—¡Se han
vuelto ustedes locos! ¡Tan seguro estoy de que ayer era domingo, como de que
estoy sentado en esta silla!
Kate.—(Dando un
brinco.) ¡Ya sé..., ya sé! ¡Oh, papá, ésta es una sentencia contra ti,
por... por lo que sabes! Ya veo lo que ocurre, y puedo explicarlo fácilmente.
Es muy sencillo. El capitán Smitherton dice que ayer era domingo, y tiene
razón. El primo Bobby, papá y yo decimos que hoy es domingo, y tenemos razón.
El capitán Pratt sostiene que mañana será domingo, y tiene razón. El hecho es
que todos estamos en lo cierto, y que hay tres domingos en una semana.
Smitherton.—(Tras una
pausa.) Dicho sea entre nosotros, Pratt, Kate nos ha aventajado en astucia.
¡Qué tontos hemos sido! Mr. Rumgudgeon, la cuestión es la siguiente: como usted
sabe, la tierra tiene una circunferencia de veinticuatro mil millas. El globo
gira sobre su eje... da vueltas sobre el mismo... hace pasar esas veinticuatro
mil millas de su circunferencia, yendo de oeste a este, exactamente en
veinticuatro horas. ¿Me sigue usted, Mr. Rumgudgeon?
Tío.—Por
supuesto... por supuesto. El doctor Dub...
Smitherton.—(Tapando
su voz.) Pues bien, señor: la velocidad de esta revolución es de mil millas
por hora. Supongamos ahora que yo me traslado a mil millas al este de donde
estamos. Como es natural, me anticipo a la salida del sol en una hora exacta
con respecto a Londres. Veo salir el sol una hora antes que usted. Si avanzo
otras mil millas en la misma dirección, me anticipo en dos horas, otras mil
millas, y tendré tres horas de adelanto, y así sucesivamente hasta que,
terminada la vuelta al globo, y otra vez en este mismo sitio después de viajar
veinticuatro mil millas al este, me habré anticipado en veinticuatro horas a la
salida del sol en Londres; vale decir que estaré adelantado en un día
con respecto al tiempo de usted. ¿Claro, no es cierto?
Tío.—Pero
Dubble L. Dee...
Smitherton.—(A
gritos.) El capitán Pratt, en cambio, una vez que hubo viajado mil millas
al oeste de este punto, se encontró atrasado en una hora, y cuando terminó su
recorrido de veinticuatro mil millas al oeste quedó atrasado en un día
con respecto al tiempo de Londres. Vale decir que, para mí, ayer era domingo,
como lo es hoy para usted y lo será mañana para Pratt. Y, lo que es más, Mr.
Rumgudgeon, los tres tenemos razón, pues ningún principio científico
puede darnos ventaja al uno sobre los otros.
Tío.—¡Santo
cielo! ¡Pues bien, Kate... pues bien, Bobby... como habéis dicho, ésta es una
sentencia contra mí! Pero soy hombre de palabra... ¡no lo olvidéis! ¡Kate será
tuya, muchacho (con pecunia y todo), cuando te parezca bien! ¡Atrapado, por
Júpiter! ¡Tres domingos juntos! ¡Tendré que ir a preguntarle a Dubble L. Dee lo
que opina de esto!
[1] Poe
usa el término plum, que en Inglaterra designaba popularmente la suma de
100 libras esterlinas. (N. del T.)
Que ingenioso!!
ResponderEliminar