La verdad es
más extraña que la ficción.
(Antiguo adagio)
En
el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco
oportunidad de consultar el Tellmenow Isitsöornot[1],
obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón Jochaides, es muy poco
conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás
por un norteamericano (si exceptuamos, quizá, al autor de las Curiosidades
de la literatura norteamericana); como decía, tuve oportunidad de leer
algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al descubrir
que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del
destino de Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en Las mil
y una noches. En efecto, si bien el dénouement de dicho destino,
como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa en mucho a
la realidad.
Para
toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot;
pero, entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí
en este libro.
Se
recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a
quien no faltan buenas razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo
la condena a muerte, sino que hace solemne promesa —por su barba y el Profeta—
de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus dominios y de
entregarla a la mañana siguiente al verdugo.
Luego
de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una
puntualidad y un método que le valen gran renombre como persona de mucha
devoción y buen sentido, cierta tarde se ve interrumpido (en sus plegarias, sin
duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha ocurrido una idea.
La
joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el
país del asolador impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la
empresa como corresponde a toda heroína.
De
acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más
meritorio su sacrificio), Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para
que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente (pues estaba
dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que
tenía al visir), pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados
que, gran visir o no, mantendrá en todos sus puntos y comas la promesa hecha y
sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade insiste en
casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido
de que no cometa semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos
negros bien abiertos y que no se le escapa nada de la situación.
Parece
ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a
Maquiavelo) tenía preparado un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto
especioso que ya he olvidado, se las arregló para que en la noche de bodas su
hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real como
para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos
tuvo buen cuidado de despertar al excelente monarca, su esposo (que la estimaba
muchísimo, pese a que la haría retorcer el cuello por la mañana),
interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su
excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo
que sobre una rata y un gato negro) que estaba contando en voz muy baja a su
hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia no había terminado
todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya
era tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador —cosa muy
poco preferible a la de ser ahorcada, aunque ligeramente más gentil.
Lamento
decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios
religiosos, induciéndolo a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la
mañana siguiente, con intención y esperanza de enterarse por la noche qué había
ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.
Llegada
la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata
(que era azul), sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio
arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato concerniente, si no me
engaño, a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente
gracias a un mecanismo de relojería, al cual se daba cuerda con una llave color
índigo. Este relato interesó al califa mucho más que el primero, y como
amaneció sin que hubiera terminado (pese a los esfuerzos de la sultana por
concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio que
aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió
algo parecido, con resultados similares; y también a la siguiente, y a la
otra... Hasta que, al fin, el buen monarca, después de haberse visto
inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos que mil y una
noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella
en la forma habitual, o —lo que es más probable— se limitó a quebrarla, al
mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea como fuere, Scheherazade,
que, como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas de
charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en
el jardín del Edén, acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza
fue abolido.
Ahora
bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es
indudablemente muy justa y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho
más agradable que verdadera. Debo al Isitsöornot la rectificación de
este error. Le mieux —dice un proverbio francés— est l’ennemi du
bien, y al mencionar que Scheherazade había heredado las siete cestas de la
charla, hubiera debido agregar que las puso a interés compuesto hasta que
llegaron a ser setenta y siete.
—Querida
hermana —dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos del Isitsöornot—,
ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido,
juntó con el odioso impuesto, me siento culpable de una gran indiscreción por
haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo, está roncando, lo
cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de
Simbad el marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras
aparte de las que os he contado, pero, a decir verdad, aquella noche me sentía
un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh infame proceder, del cual
espero que Alá me perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi
negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste se
despierte lo bastante como para cesar sus horribles ruidos, procederé a
narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de esta notable
historia.
La
hermana de Scheherazade, según noticias del Isitsöornot, no se manifestó
demasiado entusiasmada ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir
suficientes pellizcos, terminó por interrumpir sus ronquidos y finalmente dijo
«¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se
trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y
que trataría de no seguir roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más
tiempo la historia de Simbad el marino.
—Por
fin, cuando ya era viejo —contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz—,
después de gozar de muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído
una vez más por el deseo de visitar países lejanos; y un día, sin advertir a mi
familia de mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías que aliaban la
riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara,
bajé con ellas a la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme del
reino, rumbo a alguna región que no hubiera explorado todavía.
»Luego
de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el
océano, esperando percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos
ninguno. Me pareció por fin que oía un extraño sonido, entre zumbido y
murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo oía. No tardó en hacerse
más intenso, y crecía en forma tal que no podíamos dudar del rápido
acercamiento del objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte
distinguimos una mota negra que aumentaba rápidamente de tamaño hasta
convertirse en un enorme monstruo, nadando con gran parte del cuerpo fuera del
agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes
masas de espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual
avanzaba con una larga línea de fuego que se extendía hasta perderse en la
distancia.
»Cuando
aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda claridad. Su largo era comparable
al de tres árboles entre los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de
audiencias de vuestro palacio, ¡oh el más sublime y munífico de los califas! Su
cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios; sólido como de roca,
era de un negro azabache en toda la extensión que sobresalía del agua, a
excepción de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El
vientre, oculto por el agua, pero que veíamos por momentos cuando el monstruo
subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto de escamas
metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era
chato y casi blanco, y de él surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi
igual a la mitad de su largo.
»Aquella
horrible criatura no tenía boca visible, pero para compensar este defecto se
hallaba provisto de veinte ojos por lo menos, que sobresalían de las órbitas
como los de la libélula verde y se distribuían alrededor del cuerpo en dos
hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo sangre que parecía una
especie de ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que
los demás y daban la impresión de ser de oro macizo.
«Aunque,
como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por
artes de nigromancia, pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas
membranosas como un pato, ni alas como la concha marina a quien el viento
impulsa como si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para avanzar, como la
anguila. La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia
de esta última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el
monstruo exhalaba un espeso aliento con violencia prodigiosa, produciendo un
agudo y desagradable sonido.
»Grandísimo
fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible, pero pronto se vio
superado por el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura
una gran cantidad de animales de la misma forma y tamaño que los hombres y
sumamente parecidos a éstos, salvo que no estaban vestidos (como lo está un
hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e
incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la
piel como para que los pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran
por las peores molestias imaginables. En lo alto de la cabeza llevaban una
especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por
turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse
entonces que se trataba de dispositivos calculados para mantener, gracias a su
gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté que todas esas criaturas
llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que
ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las
desdichadas víctimas no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover
al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así condenados a contemplarse incesantemente
la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse pueda, por no
calificarlo de espantoso.
»Una
vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos,
proyectó repentinamente uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un
terrible resplandor de fuego seguido de una densa nube de humo y un estruendo
que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando se despejó el
humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la
cabeza de la bestia, con una trompeta en la mano; llevándosela a la boca, no
tardó en dirigirse a nosotros con acentos tan broncos, ásperos y desagradables,
que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no hubieran sido proferidos
por la nariz.
»Como
no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué
contestar, pues no había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví
al mozo de cordel, que estaba a punto de desmayarse de terror, y le pregunté
qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones, así como de
la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el
temblor que lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia
marina; que era un cruel demonio, con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado
por genios malignos para infligir desgracias a la humanidad; que aquellas cosas
que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a gatos y
perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por
más mala que fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo
mediante sus mordiscos y aguijonazos lo llevaban al grado de enfurecimiento
necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así los vengativos
y perversos propósitos de los genios malignos.
»Esta
explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola
vez hacia atrás, me interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de
cordel corría con no menor celeridad, pero en dirección opuesta, al punto que
logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado debidamente,
aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo
jamás.
»En
cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que
habían desembarcado en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de
pies y manos y conducido a bordo de la bestia, la cual echó a nadar de
inmediato mar afuera.
»Me
arrepentí entonces amargamente de haber abandonado un hogar confortable para
arriesgar la vida en semejantes aventuras; pero como aquellas lamentaciones no
servían de nada, traté de mejorar en lo posible mi situación, buscando
asegurarme la buena voluntad del animal-hombre que esgrimía la trompeta, y que
parecía ejercer autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días
más tarde, aquella criatura me dio varios testimonios de su favor, y llegó por
fin a molestarse en enseñarme los rudimentos de lo que sería vano denominar un
lenguaje; pero gracias a ello me fue posible hacerme entender de aquella
criatura y expresarle mis ardientes deseos de ver el mundo.
»—Patapún
catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán chin pún —me dijo cierto día,
después de cenar—. Pero me apresuro a pedir mil perdones, pues olvidaba que
Vuestra Majestad ignora el dialecto de los “cockneys” (como se denominaban los
animales-hombres, quizá porque su lenguaje constituía el eslabón entre el
caballo y el gallo[2]).
Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc., significa: “Me
alegra descubrir, querido Simbad, que eres un excelente individuo; por nuestra
parte, estamos cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del globo, y
ya que tienes tantos deseos de ver mundo, cerraré los ojos y te daré un pasaje
gratis en el lomo de la bestia”.
El
Isitsöornot declara que, cuando la dama Scheherazade hubo llegado a este
punto, el califa se volvió sobre el lado derecho y dijo:
—Ciertamente,
querida reina, es muy sorprendente que hayas omitido hasta ahora estas
últimas aventuras de Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como
extrañas?
Habiéndose
expresado así el califa, según nos cuentan, la hermosa Scheherazade continuó su
relato con las siguientes palabras:
—«Agradecí
su gentileza al animal-hombre —dijo Simbad— y pronto me hallé muy a mi gusto
sobre la bestia, que nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar
de que éste, en la parte del mundo donde nos hallábamos, no era plano, sino
redondo como una granada, por lo cual puede decirse que todo el tiempo subíamos
y bajábamos por él.»
—Esto
me parece sumamente raro —interrumpió el califa.
—Empero,
es muy cierto —replicó Scheherazade.
—Lo
dudo —dijo el monarca—, pero ruégote que tengas la bondad de seguir con tu
relato.
—Así
lo haré —continuó la reina—. «La bestia —continuó Simbad— nadaba hacia arriba y
abajo, hasta que llegamos a una isla de muchos cientos de millas de
circunferencia que, a pesar de su tamaño, había sido levantada en mitad del
océano por una colonia de pequeños seres semejantes a las orugas»[3].
—¡Hum!
—dijo el califa.
—«Al
abandonarla isla —continuó Simbad (pues Scheherazade no hizo caso de aquella
intempestiva interjección de su esposo)— llegamos a otra donde había bosques de
piedra tan duros que rompían el filo de las hachas más templadas, con las
cuales tratamos de cortar sus árboles»[4].
—¡Hum!
—dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no le prestó atención y siguió
hablando con las palabras de Simbad:
—«Más
allá de esta isla llegamos a un país donde había una caverna que entraba
treinta o cuarenta millas en las entrañas de la tierra y que contenía mayores,
más grandes y magníficos palacios que los existentes en Damasco y Bagdad
juntas. Del techo de estos palacios colgaban miríadas de gemas, semejantes a
diamantes, pero más grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres,
pirámides y templos, corrían inmensos ríos negros como el ébano, pululantes de
peces sin ojos[5]».
—¡Hum!
—dijo el califa.
—«Nadamos
luego a una región del mar donde hallamos una elevadísima montaña, de cuyas
laderas caían torrentes de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de
ancho y sesenta de largo[6];
de un abismo en lo alto surgían cantidades tales de cenizas, que el sol había
quedado completamente oculto en el cielo, y estaba más oscuro que en la más
tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta millas de aquella montaña era
imposible ver el más blanco de los objetos, aunque lo pusiéramos contra los
ojos»[7].
—¡Hum!
—dijo el califa.
—«Luego
de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su viaje hasta llegar a una
tierra donde la naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues vimos
un gran lago en cuyo fondo, a más de cien pies bajo la superficie, florecía con
toda su vegetación un bosque de altos y exuberantes árboles»[8].
—¡Hola!
—dijo el califa.
—«Cientos
de millas más allá encontramos un clima donde la atmósfera era tan densa que
sostenía el hierro o el acero, tal como el nuestro sostiene una pluma»[9].
—¡Azúcar!
—dijo el califa.
—«Siguiendo
siempre la misma dirección, llegamos a la región más admirable y magnífica de
la tierra. Corría por ella un río de varios miles de millas de longitud. Era de
insondable profundidad y de mayor transparencia que el ámbar. Su ancho variaba
de tres a seis millas y sus márgenes se alzaban perpendicularmente hasta mil
doscientos pies de altura, coronados por árboles de follaje perenne y flores
del más dulce perfume, que convertían aquel territorio en un maravilloso
jardín. Pero tan exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y penetrar
en él representaba inevitablemente la muerte»[10].
—¡Toma!
—dijo el califa.
—«Nos
alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días, llegamos a otro donde nos
asombró descubrir miradas de monstruosos animales que tenían en la cabeza
cuernos semejantes a guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan vastas
cavernas en forma de túnel, disponiendo su entrada en forma tal que los
animales que pisan las piedras que la forman se precipitan al interior de la
guarida de los monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre,
transportando luego desdeñosamente sus restos a mucha distancia de las
“cavernas de la muerte”»[11].
—¡Bah!
—dijo el califa.
—«Continuando
nuestro viaje, avistamos una zona donde hay vegetales que no crecen en el
suelo, sino en el aire[12].
Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales[13];
otros derivaban su alimento del cuerpo de animales vivos[14],
y había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso[15];
otros que andaban de un lado a otro según su voluntad[16],
y, lo que era aún más extraordinario, descubrimos flores que vivían, respiraban
y movían sus partes a voluntad, y que compartían la detestable pasión humana
por la esclavitud, sumiendo a otros seres en horribles y solitarias prisiones
hasta que cumplían determinadas tareas»[17].
—¡Cómo!
—dijo el califa.
—«Al
salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde las abejas y los
pájaros son matemáticos de tanto genio y erudición que diariamente enseñan
geometría a los entendidos del imperio. Cierta vez que el rey ofreció una
recompensa por la solución de dos dificilísimos problemas, ambos quedaron
instantáneamente aclarados, el uno por las abejas y el otro por los pájaros.
Como el rey guardó la solución en secreto, sólo después de complicadísimas
investigaciones y trabajos y de escribir infinidad de voluminosos libros en
infinidad de años llegaron los matemáticos del reino a las mismas soluciones
que las abejas y los pájaros habían dado en el acto»[18].
—¡Demonio!
—dijo el califa.
—«Apenas
había perdido de vista este imperio, cuando llegamos a otro, desde cuyas playas
vimos volar una bandada de pájaros de una milla de ancho y doscientas cuarenta
millas de largo; es decir, que, aun volando a razón de una milla por minuto, se
requirieron cuatro horas para que pasara sobre nosotros la entera bandada, en
la cual había varios millones de pájaros»[19].
—¡Camelo!
—dijo el califa.
—«Tan
pronto habíamos quedado libres de estos pájaros, que mucho nos molestaron,
vimos surgir un ave de otra especie, infinitamente más grande que los rocs que
había encontrado en mis anteriores viajes; era más grande que la mayor de las
cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh el más magnífico de los califas! Este terrible
pájaro no tenía cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por un
vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido por una sustancia muy
suave, lisa, brillante y de franjas coloreadas. El monstruo llevaba en sus
garras (a su guarida, en las nubes, sin duda) una casa cuyo techo había
probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos claramente a varios seres
humanos que parecían tan empavorecidos como desesperados por el espantoso destino
que les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando que el pájaro
se asustara y soltara la presa; pero se limitó a exhalar una especie de
resoplido, como de cólera, y luego dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado
saco que resultó estar lleno de arena.»
—¡Cuentos
chinos! —dijo el califa.
—«Muy
poco después de esta aventura encontramos un continente de vastísima extensión
y prodigiosa solidez, el cual descansaba enteramente sobre el lomo de una vaca
color celeste que tenía no menos de cuatrocientos cuernos»[20].
—Esto
sí
lo creo —dijo el califa—, pues he leído algo por el estilo en algún libro.
—«Pasamos
por debajo de este continente, nadando entre las piernas de la vaca, y horas
después nos encontramos en una región maravillosa que, según me informó el
animal-hombre, era su propio país, habitado por seres de su misma especie. Esto
aumentó muchísimo el concepto que de él tenía y empecé a avergonzarme del
desprecio y la familiaridad con que lo había tratado hasta ahora. En efecto,
descubrí que los animales-hombres constituían una nación de grandes magos que
vivían con la cabeza llena de gusanos[21],
los cuales sin duda servían para estimularlos con sus dificultosos
retorcimientos y coletazos, a fin de que alcanzaran los más asombrosos grados
de imaginación.»
—¡Disparates!
—dijo el califa.
—«Entre
los magos había diversos animales domésticos de lo más singulares. Por ejemplo,
vimos un enorme caballo cuyos huesos eran de hierro y tenía agua hirviendo por
sangre. En lugar de maíz lo alimentaban con piedras negras; a pesar de esa dura
dieta era tan fuerte y veloz como para arrastrar una carga más pesada que el
más grande de los templos de esta ciudad, a una velocidad que superaba la de la
mayoría de los pájaros»[22].
—¡Paparruchas!
—dijo el califa.
—«Entre
esas gentes vi una gallina sin plumas más grande que un camello; en vez de
carne y huesos era de hierro y ladrillos; su sangre, como la del caballo (al
que mucho se parecía) era agua hirviendo, y, como él, sólo comía madera y
piedras negras. Esta gallina producía con frecuencia un centenar de pollos en
un solo día; después de nacidos se instalaban durante varias semanas en el
estómago de su madre»[23].
—¡Dislates!
—dijo el califa.
—«Un
miembro de esta nación de brujos creó un hombre de bronce, madera y cuero,
dándole tanta inteligencia que hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad,
con excepción del gran califa Harun Al Raschid[24].
Otro de estos magos construyó con materiales parecidos una criatura capaz de
avergonzar el genio de su propio creador: tan grandes eran sus poderes
razonantes que, en un segundo, efectuaba cálculos que hubieran requerido el
trabajo de cincuenta mil hombres de carne y hueso durante un año[25].
Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una fortísima criatura que no era
ni hombre ni bestia, pero que tenía cerebro de plomo mezclado con una sustancia
negra como la pez y dedos que actuaban con tan increíble velocidad y destreza
que no hubiera tenido dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una
hora; todo esto con una precisión tan exquisita que no se hubiera podido
encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros en el ancho de un
cabello. Esta criatura era de una fuerza prodigiosa, al punto que creaba y
destruía de un soplo los imperios más poderosos; pero sus aptitudes se
aplicaban indistintamente al bien y al mal.»
—¡Ridículo!
—dijo el califa.
—«En
esta nación de nigromantes había uno que llevaba en las venas la sangre de la
salamandra, pues no tenía escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un
horno ardiente, hasta que su cena se cocinaba completamente en el suelo[26].
Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro, sin siquiera
mirarlos durante el proceso[27].
Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a fabricar un alambre invisible[28].
Otro percibía las cosas con tanta rapidez, que contaba los movimientos de
un cuerpo elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás a la
velocidad de novecientos millones de veces por segundo»[29].
—¡Absurdo!
—dijo el califa.
—«Otro
de estos magos, ayudado por un fluido que nadie vio hasta ahora, podía hacer
que los cadáveres de sus amigos movieran los brazos, patearan, lucharan e
incluso se levantaran y danzaran[30].
Otro cultivó a tal punto su voz, que podía hacerse oír desde un extremo al otro
del mundo[31].
Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en Damasco y escribir una
carta en Bagdad o en cualquier otro sitio[32].
Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que podía hacerlo descender a su
antojo; le servía luego de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo
con ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces
brillantes[33].
Otro
fabricó hielo en un horno ardiente[34].
Otro obligó al sol a que pintara su retrato y el sol le obedeció[35].
Otro tomó el astro rey, junto con la luna y los planetas, y luego de pesarlos
cuidadosamente, sondeó sus profundidades y descubrió la solidez de las
sustancias que los componen. Pero toda aquella nación posee una habilidad
nigromántica tan sorprendente, que hasta sus niños y aun sus perros y sus gatos
son capaces de ver fácilmente objetos que no existen, o que veinte millones de
años antes del nacimiento de dicha nación habían sido borrados de la faz del
universo»[36].
—¡Ridículo!
—dijo el califa.
—«Las
esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos —continuó
Scheherazade, sin preocuparse en absoluto de las repetidas y poco caballerescas
interrupciones de su esposo— son de lo más refinadas y perfectas, y
constituirían el ápice de lo interesante y de lo hermoso de no mediar una
desdichada fatalidad que las agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes
de sus esposos y padres han logrado remediar hasta el presente. Algunas de esas
fatalidades adoptan cierta forma, mientras otras se presentan de diferente
manera; pero me refiero, sobre todo, a la que asume la forma de una
excentricidad.»
—¿Una
qué? —preguntó el califa.
—Una
excentricidad —dijo Scheherazade—. «Uno de los genios malignos que
continuamente tratan de hacer daño indujo a tan perfectas señoras a creer que
aquello que denominamos belleza natural consiste en la protuberancia de la
región donde la espalda cambia de nombre. Les hicieron creer que la perfección
de la hermosura se halla en razón directa con el volumen de dicha parte.
Dominadas por la idea, y aprovechando que los almohadones son muy baratos en
ese país, se ha llegado a un punto en que ya resulta difícil distinguir a una
mujer de un dromedario...»
—¡Detente!
—exclamó el califa—. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me has dado
ya una terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo.
¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y,
además, ese asunto de los dromedarios... ¿Me tomas por imbécil? Lo mejor que
puedes hacer es ir a que te estrangulen.
Según
me entero por el Isitsöornot, estas palabras ofendieron y asombraron a
Scheherazade, pero, como sabía que el califa era hombre de escrupulosa
integridad y poco sospechoso de faltar a su palabra, se sometió resignadamente
a su destino. Mucho se consoló (mientras le apretaban el cordón en el cuello)
pensando que gran parte de su historia quedaba todavía por decir, y que la
petulancia de aquel animal de su marido le estaba bien aplicada, pues por su
culpa se quedaría sin conocer muchas otras inimaginables aventuras.
[1] O sea: «Dime: ¿Es así o no?» (N. del T.)
[2] Cockneys, denominación
popular de los londinenses. Poe lo escribe Cockneigh, o sea,
gallo-relincho. (N. del T.)
[3] La coralina.
[4] «Una de las más notables curiosidades naturales de Tejas es un
bosque petrificado cerca de la cabecera del río Pasigno. Hay allí varios
centenares de árboles erectos, que se han vuelto de piedra. Algunos árboles, en
curso de crecimiento, se hallan ya parcialmente petrificados. He aquí un hecho
sorprendente para la filosofía natural, que debería inducirla a modificar la
teoría usual de la petrificación» (Kennedy).
Esta noticia, recibida primeramente con incredulidad, ha sido
corroborada por el descubrimiento de una entera selva petrificada cerca de la
cabecera del río Cheyenne o Chienne, que nace en las Colinas Negras de las
Montañas Rocosas.
Quizá no haya en todo el globo espectáculo más notable, tanto
desde el punto de vista geológico como pintoresco, que el ofrecido por el
bosque petrificado vecino a El Cairo. Luego de pasar frente a las tumbas de los
califas, situadas más allá de las puertas de la ciudad, el viajero toma hacia
el sur, casi en ángulo recto con el camino que va a Suez por el desierto, y
luego de atravesar unas diez millas de un valle bajo y estéril, cruza una serie
de médanos que durante un trecho han corrido paralelamente a él. La escena que
se presenta entonces a su vista es indescriptiblemente extraña y desolada. Una
inmensidad de fragmentos de árboles, convertidos en piedra, tan duros que los
cascos del caballo les arrancan un sonido como de acero, se extiende por millas
y millas hacia todos lados, en forma de floresta arruinada y caída. La madera
tiene una coloración muy oscura, pero conserva perfectamente su forma; los
trozos miden de uno a quince pies de largo y de medio a tres pies de espesor, y
están tan juntos que un asno puede abrirse apenas camino entre ellos; tan
natural es su aspecto que, de hallarse en Escocia o Irlanda, se tendría la
impresión de estar frente a un pantano desecado, en el cual los árboles
exhumados se pudren al sol. En muchos casos las raíces y los brotes son
perfectos, viéndose en algunos los agujeros causados por los gusanos en la
corteza. Los más delicados canales de la savia y las partes más finas del
centro de los troncos no presentan la menor alteración, como se comprueba
examinándolos con las más poderosas lentes de aumento. El conjunto se ha
petrificado a tal punto, que raya el cristal y admite un pulimento completo (Revista
Asiática).
[5] La caverna del Mamut, en Kentucky.
[6] En Islandia, en l783.
[7] «Durante la erupción del Hecla, en 1766, las nubes de ceniza
produjeron una oscuridad tan grande que, en Glaumba, situada a más de cincuenta
leguas de la montaña, la gente sólo podía encontrar tanteando su camino.
Durante la erupción del Vesubio en 1794, en Caserta, a cuatro leguas de
distancia, sólo se podía andar a la luz de las antorchas. El 1o. de mayo de 1812, una nube de cenizas y
arenas, brotadas de un volcán en la isla de San Vicente, cubrió la totalidad de
las Barbados, extendiendo sobre ellas una oscuridad tal que, a mediodía y al
aire libre, no se percibían los árboles ni los objetos más cercanos; ni
siquiera un pañuelo blanco colocado a seis pulgadas de los ojos» (Murray, pág.
215, Phil. edit.).
[8] «En 1790, durante un terremoto en Caracas, parte del suelo de
granito se hundió, formando el lecho de un lago de ochocientas yardas de
diámetro y de ochenta a cien pies de profundidad. Formaba parte del bosque de
Aripao, que se hundió con él, y los árboles se mantuvieron verdes bajo el agua
durante varios meses» (Murray, pág. 221).
[9] Bajo la acción del soplete el acero más duro se reduce a un
polvo impalpable, que flota en la atmósfera.
[10] La región del Níger. Cf. el Colonial Magazine de
Simmona.
[11] El Myrmeleon, hormiga-león. El término «monstruo» es
igualmente aplicable a cosas anormales pequeñas que a grandes, mientras
epítetos tales como «vastas» son meramente relativos. La caverna del myrmeleon
es vasta si se la compara con el hormiguero de la hormiga roja común. Un
grano de sílex es también una «piedra».
[12] El Epidendron, Flos Aeris, de la familia de las
orquídeas, se limita a fijar el extremo de sus raíces en un árbol u otro
objeto, del cual no deriva alimento alguno, pues subsiste tan sólo del aire.
[13] Las parásitas, tales como la admirable Rafflesia
Arnoldii.
[14] Schouw afirma que hay una clase de plantas que crecen sobre
animales vivientes: las Plantae Epizoœ. A esta clase pertenecen los Fuci
y Algae. Mr. J. B. Williams, de Salem, Mass., dio a conocer al
Instituto Nacional un insecto procedente de Nueva Zelandia, acompañado de la
siguiente descripción: «El Hotte, que es una oruga o gusano, crece al
pie del árbol Rata, y a su vez hay una planta que crece en su cabeza.
Estos extraños y maravillosos insectos trepan hasta lo alto de los árboles Rata
y Perriri y, penetrando en ellos desde la copa, perforan el tronco
hasta alcanzar la raíz; salen luego a la superficie y mueren o se adormecen,
mientras la planta se propaga partiendo de su cabeza: el cuerpo permanece
entero y perfecto y es más duro que cuando estaba vivo. Los nativos extraen de
este insecto un colorante para sus tatuajes.»
[15] En las minas y cavernas naturales hay una especie de fungus criptógamo
que emite una inmensa fosforescencia.
[16] La orquídea, la escabiosa y la valisneria.
[17] «La corola de esta flor (Arístolochia Clematitis) es
tubular, pero termina en lo alto en un miembro ligulado, siendo globular en su
base. La parte tubular tiene en su interior pelos muy duros, que apuntan hacia
abajo. La parte globular contiene el pistilo, consistente tan sólo en un germen
y estigma, junto con los estambres que los rodean. Los estambres, más cortos
que el germen, no pueden descargar el polen de manera de volcarlo en el
estigma, pues la flor se mantiene siempre vertical hasta después de la
fecundación. Por eso, de no recibir alguna ayuda adicional, el polen caerá
necesariamente en el fondo de la flor. Pues bien, la ayuda proporcionada en
este caso por la naturaleza es la del Tiputa Pennicornis, pequeño
insecto que penetra por el tubo de la corona en busca de miel, baja hasta el
fondo y se pasea hasta quedar enteramente cubierto de polen; como le es
imposible volver a subir, dada la posición de los pelos mencionados, que
convergen como los alambres de una trampa para ratones, y sintiéndose
impaciente por su encarcelamiento, se mueve en todas direcciones buscando una
salida, hasta que, luego de atravesar repetidas veces el estigma, lo deja
cubierto de suficiente polen como para que se produzca la fecundación, a
consecuencia de la cual la flor no tarda en inclinarse, mientras los pelos se
contraen a los lados del tubo, abriendo una fácil salida al insecto» (Reverendo
P. Keith, Sistema de botánica fisiológica).
[18] Desde que las abejas existen, han construido sus celdillas con
el número de lados, la cantidad y el ángulo de inclinación (como se ha
demostrado en una investigación matemática que implicaba los más profundos
principios de esta ciencia) que se requieren para obtener el
mayor espacio compatible con la mayor estabilidad de la estructura de la
colmena.
A fines del siglo pasado, los matemáticos se plantearon la
cuestión de «determinar la mejor forma posible para las alas de un molino, de
acuerdo con su distancia variable desde las aspas y desde los centros de
revolución». Se trata de un problema extraordinariamente complejo, pues
consiste en hallar la mejor solución posible para una infinidad de distancias y
una infinidad de puntos. Los matemáticos más ilustres hicieron miles de
tentativas inútiles para resolver el problema; cuando, por fin, se llegó a una
respuesta exacta, descubrióse que las alas de un pájaro coincidían con ella de
la manera más exacta, desde que el primer pájaro echó a volar por el espacio.
[19] «El teniente F. Hall observó una bandada de pájaros que
sobrevolaba Frankfort y el territorio de Indiana, y cuyo ancho era de una
milla; tardó cuatro horas en pasar, lo cual, a un promedio de una milla hora,
da una extensión de 240 millas. Si suponemos que había tres pájaros por cada
yarda, el total se componía de 2.230.272.000 animales» (Viajes por Canadá y
Estados Unidos).
[20] «La tierra está sostenida por una vaca azul, que tiene cuernos
en número de cuatrocientos» (El Corán).
[21] El Entozoa, gusano intestinal, ha sido repetidas veces
observado en los músculos y en la materia gris humana (cf. Wyatt, Fisiología,
pág. 143).
[22] En el gran ferrocarril del Noroeste, entre Londres y Exeter, se
ha alcanzado una velocidad de 71 millas por hora. Un tren que pesaba 90
toneladas corrió de Puddington a Didcot (53 millas) en 51 minutos.
[23] La incubadora.
[24] El autómata jugador de ajedrez, de Maelzel.
[25] La máquina calculadora de Babbage.
[26] Chabert, y después de él, otros cien.
[27] El electrotipo.
[28] Wollaston fabricó un retículo de telescopio cuyo alambre tenía
un espesor de 1/18.000 de pulgada. Sólo era visible por medio del microscopio.
[29] Newton demostró que la retina, bajo la influencia del rayo
violeta del espectro, vibra 900.000.000 de veces por segundo.
[30] La pila voltaica.
[31] El aparato impresor electro-telegráfico.
[32] . El electro-telégrafo
transmite texto en el acto a cualquier distancia sobre la tierra.
[33] Experimentos comunes en física. Si dos rayos rojos procedentes
de dos puntos luminosos penetran en una cámara oscura de manera de posarse
sobre una superficie blanca, variando en un 0,0000258 de pulgada de longitud,
su intensidad se duplicará. Lo mismo pasa si su diferencia de extensión es
cualquier número entero múltiplo de dicha fracción. Un múltiplo por 2 1/4, 3
1/4 etc., produce una intensidad sólo equivalente a un rayo, pero un múltiplo
por 2 1/2, 3 1/2, etc., da por resultado una oscuridad total. En los rayos
violetas ocurre lo mismo cuando la diferencia de longitud es de 0,0000157, y
con todos los rayos restantes el resultado es el mismo; la diferencia va en
aumento del violeta al rojo.
[34] Póngase crisol de platino sobre una lámpara de alcohol y
manténgase al rojo vivo; viértase ácido sulfúrico, que, a pesar de ser el más
volátil de los cuerpos a temperatura ordinaria, quedará completamente estable
en un crisol recalentado, sin que se evapore una sola gota. (Lo que ocurre es
que queda rodeado por una atmósfera de su propia materia y, por tanto, no toca
las paredes del crisol.) Se vierten entonces unas gotas de agua, y el ácido,
así en contacto con las paredes recalentadas del crisol, se transforma en vapor
de ácido sulfúrico, y tan rápida es su transformación que el calor del agua se
disipa junto con él, cayendo el agua en el fondo convertida en hielo. Si se la
extrae rápidamente antes de que se derrita se habrá obtenido hielo de un crisol
ardiente.
[35] El daguerrotipo.
[36] Aunque la luz recorre 167.000 millas por segundo, la distancia
desde el Cisne 61 (única estrella cuya distancia ha sido verificada) es tan
inconcebiblemente grande, que sus rayos requieren más de diez años para llegar
a la tierra. Las estrellas situadas más allá exigen veinte y aún mil años,
calculando sin exageración. Por tanto, si dichos astros se hubieran extinguido
hace veinte o mil años, seguiríamos viéndolos en la actualidad por la luz que
emanó de ellos hace veinte o mil años. No es imposible, ni siquiera improbable,
que muchas estrellas que vemos noche a noche se hayan extinguido hace mucho.
Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más débil que
alcanza a distinguirse en su gran telescopio debió de requerir tres millones de
años para llegar a la tierra. Algunas otras que el telescopio de lord Ross
permite vislumbrar han debido emplear, por lo menos, veinte millones de años.
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