En
el otoño de 18..., mientras viajaba por las provincias meridionales de Francia,
mi camino me condujo a pocas millas de cierta Maison de Santé, o
manicomio privado, del cual mucho había oído hablar a mis amigos médicos en
París. Dado que jamás había visitado un establecimiento de esa clase, me
pareció que no debía perder tan excelente oportunidad, y propuse a mi compañero
de viaje (caballero con el cual me había relacionado casualmente pocos días
antes) que nos desviáramos de la ruta por una o dos horas, a fin de visitar el
hospicio. Mi amigo se opuso, arguyendo en primer término estar de prisa, y
luego un comprensible horror a la vista de un lunático. Me rogó, empero, que la
cortesía no impidiera la satisfacción de mi curiosidad, agregando que
cabalgaría despacio a fin de darme ocasión de alcanzarlo ese mismo día o, a más
tardar, al siguiente.
Cuando
nos despedíamos se me ocurrió que podía surgir alguna dificultad para mi
admisión en el establecimiento, y así se lo dije a mi amigo. Contestó que, a
menos que yo conociera personalmente al director, Monsieur Maillard, o le
presentara alguna credencial por escrito, sería difícil que me dejasen pasar,
pues los reglamentos de dichos manicomios privados eran mucho más rígidos que
los de los hospitales públicos. Pero como él había conocido años atrás a
Maillard, tendría el placer de acompañarme hasta la puerta y presentarme,
aunque sus sentimientos con respecto a la locura no le permitirían penetrar en
la casa.
Le
di las gracias y, luego de abandonar el camino real, tomamos un sendero cubierto
de pasto que, media hora más tarde, nos llevó a una densa floresta situada al
pie de una montaña. Cabalgamos casi dos millas por ese húmedo y lúgubre bosque,
hasta divisar la Maison de Santé. Era un fantástico castillo, muy
deteriorado, que, a juzgar por su edad y el descuido en que se hallaba, debía
ser apenas habitable. Su apariencia me llenó de espanto y, conteniendo el
caballo, estuve a punto de volverme. Pero pronto me avergoncé de mi debilidad y
seguimos adelante.
Cuando
nos acercábamos a la gran puerta noté que estaba entornada y que alguien
espiaba por ella. Un instante después se asomó un hombre que se dirigió a mi
compañero llamándolo por su nombre y estrechándole cordialmente la mano,
mientras lo instaba a que desmontara. Se trataba de Monsieur Maillard en
persona. Era un robusto y apuesto caballero de la vieja escuela, de modales muy
finos y un cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad que impresionaban
sobremanera.
Luego
de presentarme, mi amigo informó a Monsieur Maillard de mi deseo de visitar el
establecimiento, y, al recibir de éste la seguridad de que yo sería bien
atendido, se despidió y no tardó en perderse de vista.
El
director me condujo entonces a una pequeña sala de recibo muy bien instalada,
que entre otras señales de un gusto refinado contenía diversos libros, dibujos,
vasos con flores e instrumentos de música. Ardía en el hogar un alegre fuego.
Sentada al piano y cantando un aria de Bellini había una joven y hermosísima
mujer que, al verme entrar, hizo una pausa en su canción y me recibió con
graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y todas sus actitudes eran apagadas. Me
pareció advertir asimismo huellas de dolor en su rostro, de una palidez
excesiva aunque no desagradable para mi gusto. Vestía de luto riguroso y
provocó en mí un sentimiento donde se mezclaban el respeto, el interés y la
admiración.
Había
oído decir en París que la institución de Monsieur Maillard se regía por lo que
se denominaba vulgarmente el «sistema de la dulzura»; que los castigos estaban
abolidos, que se prescindía en casi todos los casos del confinamiento, y que
los pacientes, aunque secretamente vigilados, gozaban de gran libertad
aparente, permitiéndoseles que pasearan por la casa y los jardines con todos
los derechos de las personas en su sano juicio.
Teniendo
en cuenta estos informes, me cuidé de lo que decía en presencia de la joven,
pues no estaba seguro de que fuese cuerda; había en sus ojos cierto brillo
inquieto que me llevaba a sospechar que no lo era. Limité, pues, mis
observaciones a tópicos generales, escogiendo aquellos menos indicados para
desagradar o excitar a una loca. Contestó de la manera más sensata a todo lo
que le dije, y hasta sus observaciones personales mostraban la señal del
sentido común más evidente. Empero, una larga familiaridad con los fundamentos
de la locura me habían enseñado a no fiarme de ninguna apariencia de cordura, y
a lo largo de toda la conversación seguí obrando con las mismas precauciones
iniciales.
Poco
después presentóse un apuesto doméstico de librea, trayendo una bandeja con
frutas, vino y otros refrescos, que compartí con el director y la dama, quien
al poco rato abandonó el salón. Tan pronto hubo salido miré a mi huésped con
aire de interrogación.
—No,
no —repuso—. Forma parte de mi familia. Es mi sobrina, y por cierto que una
mujer muy notable.
—Le
pido mil disculpas por mi sospecha —dije—, pero sé muy bien que sabrá usted
excusarme. La excelente administración de esta casa es bien conocida en París,
y pensé que, después de todo, bien podía suceder que...
—Sí,
claro está. No diga usted más. Soy yo quien debo darle las gracias por la
loable prudencia que ha demostrado. Pocas veces se advierte tanta previsión en
los jóvenes, y más de una vez han sucedido tristes contratiempos por culpa del
aturdimiento de nuestros visitantes. Cuando mi antiguo sistema se hallaba en
vigencia y se permitía a mis pacientes que pasearan a gusto por todos lados,
con frecuencia caían en crisis frenéticas a causa de los imprudentes que
visitaban este lugar. Por eso me vi obligado a establecer un sistema rígido de
exclusión, y no permito la entrada de nadie en cuya discreción no pueda
confiar.
—¡Cuando
su antiguo sistema estaba en vigencia! —exclamé, repitiendo sus palabras—.
¿Debo entender, pues, que el «sistema de la dulzura», de que tanto he oído
hablar, no se aplica más?
—Hace
ya varias semanas —me contestó— que hemos renunciado a él por completo.
—¿Realmente?
¡Me asombra usted!
—Mi
querido señor —dijo suspirando—, nos convencimos de la absoluta necesidad de
volver a los antiguos métodos. El peligro del sistema de la dulzura era
realmente espantoso, mientras que sus ventajas han sido muy exageradas por la
opinión. Entiendo que en esta casa el experimento se ha cumplido de la manera
más leal. Hicimos todo lo que era humana y racionalmente posible. Lamento que
no nos haya visitado usted en otro tiempo, pues entonces podría juzgar por sí
mismo. Supongo, sin embargo, que se halla al tanto del sistema de la dulzura...
con todos sus detalles.
—No,
ciertamente. Sólo he oído noticias de tercera o cuarta mano.
—Puedo
decirle entonces que, en términos generales, el sistema consiste en que el
paciente es ménagé, en que se toleran sus caprichos. Jamás nos oponíamos
a las fantasías que asaltaban la mente de los locos. Por el contrario, no sólo
las permitíamos, sino que las estimulábamos, y muchas de nuestras curas
definitivas se lograron en esa forma. Ningún argumento impresiona tanto la
débil razón del insano como la reductio ad absurdum. Por ejemplo, había
aquí enfermos que se creían pollos. En estos casos el tratamiento consistía en
aceptar la cosa como un hecho, en acusar al enfermo de estupidez por no admitir
suficientemente que se trataba de un hecho, y, en consecuencia, privarlo
durante una semana de todo alimento que no consistiera en la comida propia de
los pollos. En esta forma, bastaban unos puñados de grano y de cascajo para
hacer maravillas.
—Pero,
¿se reducía el sistema a esta especie de aceptación?
—En
modo alguno. Teníamos mucha fe en las diversiones sencillas, tales como la
música, la danza, los ejercicios gimnásticos, juegos de cartas, cierto tipo de
libros y cosas parecidas. Pretendíamos tratar a cada enfermo como si sólo
sufriera de un trastorno físico ordinario, y la palabra «locura» no se empleaba
jamás. Un detalle de gran importancia consistía en que cada loco tenía la
misión de vigilar las acciones de todos los demás. Depositar confianza en la
comprensión o la discreción de un insano equivale a ganárselo en cuerpo y alma.
De esta manera evitábamos el gasto de un nutrido cuerpo de guardianes.
—¿Y
no aplicaba usted castigos de ninguna especie?
—Ninguno.
—¿Jamás
encerraba a sus pacientes?
—Muy
rara vez. Una que otra, si la enfermedad de alguno de ellos degeneraba en una
crisis o en un acceso de locura furiosa, lo encerrábamos en una celda secreta
para que su estado no se transmitiera a los demás, y lo manteníamos allí hasta
entregarlo a sus amigos, pues nada teníamos que ver con los locos furiosos. Por
lo general los trasladaban a un hospicio público.
—¿Y
ahora ha cambiado usted todo eso... y cree haber obrado bien?
—Ciertamente.
El sistema tenía sus ventajas, y aun sus peligros. Afortunadamente ha fracasado
en todas las maisons de santé de Francia.
—Me
sorprende usted mucho —observé—, pues daba por descontado que actualmente no
había en este país ningún otro tratamiento para la locura.
—Es
usted joven, amigo mío —replicó mi huésped—, pero llegará un día en que
aprenderá a juzgar por sí mismo lo que ocurre en el mundo, sin confiar en las
charlas ajenas. No crea nada de lo que oye, y sólo la mitad de lo que ve. No
cabe duda de que, con respecto a nuestras maisons de santé, algún
ignorante lo ha engañado. Después de cenar, cuando se haya recobrado de la
fatiga de su viaje, tendré el placer de llevarlo a recorrer la casa y hacerle
conocer un sistema que, en mi opinión y en la de todos aquellos que han
presenciado su aplicación, es incomparablemente más efectivo que los utilizados
hasta ahora.
—¿Es
suyo el sistema? —pregunté.
—Me
enorgullezco de afirmar que lo es... por lo menos en cierta medida.
Seguí
conversando con Monsieur Maillard durante una o dos horas, durante las cuales
me mostró los jardines y los invernáculos del establecimiento.
—En
este momento no puedo permitirle que vea a mis pacientes —dijo—. Para los
espíritus sensibles significa siempre un choque más o menos violento, y no
quisiera privarlo de su apetito. Ahora iremos a cenar. Puedo ofrecerle ternera
à la St. Menehoult, con coliflor en salsa veloutée. Y luego de
una copa de Clos-Vougeot, sus nervios estarán suficientemente preparados.
A
las seis se anunció la cena y mi huésped me condujo a un gran comedor, donde se
hallaba reunida una numerosa asistencia, veinticinco o treinta personas en
total. Todas ellas parecían de alto rango e indudablemente de gran cultura
aunque no pude menos de pensar que sus vestimentas eran extravagantemente
suntuosas, al punto de recordar los ostentosos despliegues de las cortes de
antaño. Reparé en que dos tercios de los huéspedes eran señoras y que algunas
no estaban vestidas como una parisiense hubiera juzgado de buen gusto en la
actualidad. Muchas de ellas, por ejemplo, cuya edad no debía bajar de los
setenta, se cubrían con profusión de joyas tales como anillos, brazaletes y
aros, dejando el seno y los brazos desvergonzadamente descubiertos. Noté que muy
pocos vestidos estaban bien cortados o, por lo menos, que muy pocos sentaban
bien a sus portadoras. Mirando en torno descubrí a la interesante joven que
Monsieur Maillard me había presentado en el pequeño recibimiento; pero grande
fue mi sorpresa al ver que se había puesto un vestido con miriñaque, zapatos de
tacón alto y un sucio gorro de encaje de Bruselas, tan grande que su rostro
parecía ridículamente pequeño. La primera vez que la había visto llevaba luto
riguroso, de la manera más recatada. En resumen, toda aquella asamblea vestía
de una manera tan rara, que llegué a pensar por un instante en el «sistema de
la dulzura», y me pregunté si Monsieur Maillard no querría engañarme hasta
después de la cena, a fin de evitarme toda sensación desagradable mientras
comía, por el hecho de encontrarme entre locos. Pero recordé haber oído en
París que los provincianos del Sud eran gentes excéntricas, llenas de nociones
anticuadas, y me bastó conversar con varios de los asistentes para que mis
aprensiones se disiparan instantáneamente y por completo.
El
comedor, aunque de buenas dimensiones y suficientemente cómodo, no parecía
tampoco muy elegante. El suelo, por ejemplo, no estaba alfombrado, aunque
reconozco que en Francia suele prescindirse de las alfombras. Faltaban cortinas
en las ventanas; las persianas, ya cerradas, aparecían aseguradas con barras de
hierro colocadas diagonalmente, a la manera de los cierres de las tiendas. Noté
que aquella estancia constituía una de las alas del château, por lo cual
tenía ventanas en tres lados del paralelogramo, hallándose la puerta en el
cuarto. Había por lo menos diez ventanas.
La
mesa estaba espléndidamente servida. La vajilla era abundantísima y aparecía
repleta de toda clase de exquisitos bocados. La profusión era absolutamente
bárbara. Había allí golosinas suficientes para satisfacer a los Anakim. Jamás
en mi vida había presenciado un derroche tan generoso, tan desorbitado de todas
las buenas cosas de la vida. Muy poco gusto imperaba, sin embargo, en su
presentación, y mis ojos, habituados a las luces discretas, se sintieron
ofendidos por el prodigioso resplandor de multitud de bujías colocadas sobre la
mesa en candelabros de plata, así como en todos los lugares del aposento donde
era posible fijarlas. Varios domésticos se ocupaban de servir, y en una gran
mesa situada en la parte más lejana del comedor habíanse instalado siete u ocho
personas provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Durante la
comida, estos individuos me fastidiaron muchísimo con una infinita variedad de
ruidos que parecían considerar como música y que, por lo visto, entretenían
muchísimo a los presentes.
En
conjunto, pues, no pude dejar de pensar que había mucho de raro en cada cosa
que allí se me ofrecía... Pero el mundo está formado por toda clase de gentes
con toda clase de costumbres convencionales. Demasiado había viajado para no
ser un perfecto adepto del nil admirari; por lo cual me senté con toda
compostura a la diestra de mi huésped y, como estaba dotado de un sólido
apetito, hice los honores a las excelentes viandas que me presentaron.
La
conversación, entretanto, era muy animada. Como de costumbre, las damas
hablaban mucho. Pronto noté que casi todos los presentes eran personas muy bien
educadas, y en cuanto a mi huésped, resultaba una fuente inagotable de
anécdotas divertidas. Se mostraba muy inclinado a hablar de sus funciones de
director de la maison de santé y, para mi gran sorpresa, advertí que el
tema de la locura era el favorito de todos los presentes. Se contaban historias
muy graciosas sobre los caprichos de los pacientes.
—Una
vez tuvimos aquí a un individuo —dijo un hombrecillo sentado a mi derecha— que
se creía una tetera. Dicho sea de paso, ¿no es singular que esta manía se
repita con tanta frecuencia entre los locos? Apenas hay un manicomio en Francia
que no pueda proporcionar una tetera humana. La nuestra era una tetera
de fabricación británica y cuidaba de pulirse a sí misma todas las mañanas con
tiza y una piel de ante.
—Además
—dijo un hombre de alta estatura, sentado frente a mí— no hace mucho tuvimos a
un enfermo a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual,
hablando figurativamente, no dejaba de ser muy cierto. Era un paciente de lo
más molesto y nos daba mucho trabajo mantenerlo dentro de ciertos límites.
Largo tiempo se negó a comer nada que no fueran cardos, pero lo disuadimos de
su idea al no dejarlo que comiera otra cosa. Se pasaba el tiempo soltando
coces, así, vean ustedes... así... así...
—¡Señor
de Kock, le ruego que se comporte debidamente! —lo interrumpió una anciana
señora ubicada al lado del orador—. ¡Guárdese usted sus coces! ¡Ha estropeado
mi vestido de brocado! ¿Acaso es necesario ilustrar de manera tan práctica una
observación? Nuestro amigo aquí presente comprenderá lo mismo. Palabra, casi es
usted tan asno como aquel pobre infeliz creía serlo. Sus coces eran de lo más
naturales, puede creerme.
—Mille
pardons, mam’zelle! —repuso
Monsieur de Kock—. ¡Mil perdones! No tenía la menor intención ofensiva.
Mam’zelle
Laplace, Monsieur de Kock tendrá el honor de beber vino con usted.
Y
aquí Monsieur de Kock inclinóse, besó ceremoniosamente su propia mano y bebió
en unión de Mam’zelle Laplace.
—Permítame
usted, amigo mío —dijo Monsieur Maillard dirigiéndose a mí— ofrecerle un trozo
de esta ternera à la St. Menehoult. Estoy seguro de que la encontrará
especialmente sabrosa.
En
este momento tres robustos camareros acababan de depositar con gran trabajo en
la mesa un enorme plato, o mejor plato trinchero, conteniendo lo que supuse era
el monstrum, horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum. Pero un
escrutinio más cuidadoso me aseguró que se trataba tan sólo de un ternerillo
asado entero, apoyado en las rodillas y sosteniendo una manzana en la boca,
como se acostumbra en Inglaterra para servir una liebre.
—Muchas
gracias —repuse—. Para decir verdad, no me gusta mucho la ternera à la... ¿cómo
era?, pues siento que no me cae bien. Prefiero cambiar de plato y probar un
bocado de conejo.
Había
sobre la mesa algunas fuentes conteniendo lo que parecía ser conejo ordinario,
plato muy exquisito y digno de ser recomendado.
—¡Pierre!
—gritó el huésped—. Cambie el plato del señor y sírvale un trozo de conejo au-chat.
—¿Al
qué? —dije yo.
—Au-chat.
—Pues
bien, muchas gracias, pero... pensándolo mejor, prefiero servirme un poco de
jamón.
«Verdaderamente
uno no sabe nunca lo que come en las mesas de estos provincianos —me dije—. No
quiero saber nada de su conejo al gato, ni tampoco de su gato al conejo, si es
que lo sirven...»
—Y
luego —dijo un personaje de aire cadavérico situado hacia el final de la mesa,
recogiendo el hilo interrumpido de la conversación—, entre otras extravagancias
tuvimos cierta vez a un paciente que sostenía con gran obstinación ser un queso
de Córdoba, y andaba cuchillo en mano pidiendo a sus amigos que probaran una
rebanada de su muslo.
—Era
un perfecto loco, sin duda —dijo otro—, pero no se lo puede comparar con cierto
individuo a quien todos conocemos, excepción hecha de ese extraño caballero.
Aludo al hombre que se creía una botella de champaña y andaba siempre
descorchándose con un ruido y un burbujeo... como esto.
Y
el orador, muy groseramente según pensé, apoyó el pulgar derecho en la mejilla
izquierda, retirándolo con un sonido semejante al de una botella que se
descorcha, tras lo cual y mediante un hábil juego de la lengua entre los
dientes, produjo un agudo silbido que duró largo tiempo y que imitaba el de la
espuma del champaña. Noté claramente que esta conducta no era del agrado de
Monsieur Maillard, pero no dijo nada y la conversación continuó a cargo de un
hombrecito muy delgado que usaba una enorme peluca.
—Teníamos
también a un ignorante —dijo— que se tomaba por una rana, a la cual por cierto
no dejaba de parecerse bastante. Me hubiera gustado que le viese usted, señor
—agregó, dirigiéndose a mí—, pues le habría encantado la naturalidad con que
actuaba. Si aquel hombre no era una rana, sólo puedo agregar que lo lamento
mucho. Su croar, en esta forma... O-o-o-ogh... O-o-o-o-ogh... era la nota más
bella del mundo... ¡un si bemol! Y cuando ponía los codos en la mesa así...
después de haber bebido un vaso o dos de vino... y abría la boca, así... y
revolvía los ojos en esta forma... y los guiñaba con extraordinaria rapidez...
pues bien, señor mío, puedo asegurarle que hubiera caído en el colmo de la
admiración frente al genio de aquel hombre.
—No
tengo la menor duda —dije.
—Y
también teníamos a Petit Gaillard —dijo otro—, que se creía un polvo de rapé, y
estaba afligidísimo porque no podía tomarse a sí mismo entre el pulgar y el
índice.
—Y
también a Jules Desoulières, que había sido un genio muy notable y, al
enloquecer, creyó que era una calabaza. Perseguía de continuo al cocinero,
pidiéndole que lo utilizara para hacer un pastel, a lo cual el cocinero se
negaba indignado. Por mi parte no dejo de pensar que un pastel de calabaza à
la Desouliè hubiera sido excelente.
—¡Me
asombra usted! —exclamé, mirando con aire interrogativo a Monsieur Maillard.
—¡Ja,
ja, ja! —rió este caballero—. ¡Ja, ja, ja; je, je, je; ji, ji, ji! ¡Excelente!
No tiene por qué asombrarse, amigo mío. Nuestro compañero es todo un ingenio...
un drôle... No hay que tomarlo al pie de la letra.
—También
—dijo otro de los comensales— estaba Bouffon-Le Grand, un tipo extraordinario a
su modo. El amor lo trastornó, y se creía dueño de dos cabezas. Sostenía que
una de ellas era la de Cicerón, mientras la otra estaba compuesta; vale decir
que era la de Demóstenes desde la frente a la boca, y la de Lord Brougham, de
la boca al mentón. No es imposible que estuviera equivocado, pero lo hubiese
convencido a usted de lo contrario, pues era hombre de grandísima elocuencia.
Tenía verdadera pasión por la oratoria y no podía dejar de manifestarla. Por
ejemplo, solía saltar sobre la mesa, en esta forma, y...
En
este momento, alguien que se hallaba al lado del que hablaba le puso la mano en
el hombro y le susurró unas palabras al oído; inmediatamente el otro guardó
silencio y se dejó caer en su asiento.
—Y
no olvidemos —dijo el que lo había interrumpido— a Boullard, la perinola. Le
llamo la perinola porque le había entrado la manía muy singular, aunque no por
completo irrazonable, de que se había convertido en perinola. Se hubiera usted
muerto de risa viéndolo dar vueltas. Era capaz de pasarse horas girando sobre
un talón, así... y...
Pero
entonces, el amigo a quien el orador había interrumpido poco antes hizo lo
mismo con él.
—¡Pues
bien —gritó una anciana señora con todas sus fuerzas—, su Monsieur Boullard era
un loco, y un loco muy tonto, por lo que veo! Permítame preguntarle: ¿quién ha
oído hablar jamás de una perinola humana? ¡Qué absurdo! Madame Joyeuse era
mucho más sensata, como todos saben. Tenía una manía, pero llena de buen
sentido y que proporcionaba gran placer a todos los que se honraban en
conocerla. Después de maduras reflexiones llegó a la conclusión de que a causa
de algún accidente se había convertido en gallo. Pero en su calidad de tal se
conducía muy correctamente. Batía las alas de una manera prodigiosa, así...
así... así... y así... y en cuanto a su cacareo, era delicioso. ¡Co, corocó!
¡Co... corocó! ¡Co... corocóooo!
—¡Madame
Joyeuse, le ruego que se reporte! —le interrumpió muy encolerizado nuestro
anfitrión—. ¡O se conduce usted como una dama... o abandona inmediatamente la
mesa! ¡Elija!
La
dama (a la cual había oído con gran estupefacción llamar Madame Joyeuse, luego
de la descripción que acababa de hacernos de alguien de ese mismo nombre),
sonrojóse hasta la raíz de los cabellos y pareció sumamente humillada por el
reproche. Bajó la cabeza, sin responder una sola palabra. Mas en ese momento
otra señora, mucho más joven, reanudó la conversación. Era mi hermosa jovencita
del recibimiento.
—¡Oh,
Madame Joyeuse era una loca! —exclamó—. En cambio en la conducta de
Eugènie Salsafette había mucho de buen sentido. Era una joven muy modesta y
hermosa, que se había convencido de que la manera ordinaria de vestirse era
indecente, y trataba de vestirse al revés, vale decir quedándose fuera de
sus ropas y no dentro de ellas. Después de todo es algo muy fácil de
hacer. Basta con empezar así... y luego así... y así... así... y entonces...
—Mon
Dieu! ¡mam’zelle Salsafette! —gritaron al unísono una docena de voces—.
¿Qué hace usted? ¡Deténgase... es suficiente! ¡Hemos visto perfectamente cómo
se hace...! ¡Basta, basta!
Y
numerosos comensales abandonaban ya sus sillas para impedir que mam’zelle
Salsafette se pusiera a la par de la Venus de Médicis, cuando su intervención
dejó de ser necesaria a causa de unos terribles gritos y alaridos que procedían
de alguna parte del cuerpo central del château.
Mis
nervios sufrieron un tardo choque al escuchar aquellos clamores, pero no pude
dejar de sentir lástima por el resto de la asamblea. Jamás he visto a un grupo
de personas razonables bajo un espanto semejante. Se pusieron pálidos como
otros tantos cadáveres y, mientras se desplomaban en sus asientos, temblaban y
se estremecían de terror, esperando la repetición de los gritos. Volvieron a
oírse éstos con mayor fuerza y al parecer más cerca, se repitieron por tercera
vez con gran intensidad y luego más apagados. Ante esta aparente cesación de
los clamores, los comensales recobraron inmediatamente los ánimos y todo volvió
a ser alegría y conversación como antes. Me atreví entonces a preguntar la
causa de aquella interrupción
—Una
simple bagatelle —dijo Monsieur Maillard—. Estamos habituados a estas
cosas y en realidad nos preocupamos muy poco de ellas. De vez en cuando los
locos se ponen a gritar a coro, pues uno excita al otro, como suele ocurrir con
los perros de noche. Pero al coro de alaridos sucede en ocasiones una tentativa
simultánea para emprender la fuga, y en esos casos no deja de haber cierto
peligro.
—¿Y
cuántos tiene usted a su cargo en este momento?
—No
más de diez.
—¿Mujeres
en su mayoría, supongo?
—¡Oh,
no! Todos ellos hombres, y puedo asegurarle que bien robustos.
—¿De
veras? Había oído decir que la mayoría de los insanos pertenecían al sexo
bello.
—Así
es en general, pero no siempre. Hace algún tiempo había aquí unos veintisiete
pacientes, y entre ellos no menos de dieciocho mujeres; pero las cosas han
cambiado mucho, como puede ver.
—Sí...
han cambiado mucho, como puede ver —interrumpió el caballero que había dado de
coces a Mam’zelle Laplace.
—¡Sí...
han cambiado mucho, como puede ver! —coreó la asamblea.
—¡A
sujetar la lengua todo el mundo! —gritó mi anfitrión lleno de cólera, tras lo
cual los presentes guardaron un silencio de muerte durante casi un minuto,
mientras una de las damas obedecía al pie de la letra a Monsieur Maillard, vale
decir, sacaba la lengua, que tenía notablemente larga, y la sujetaba
resignadamente con ambas manos hasta el fin de la fiesta.
—Pero
esta dama —dije al director, inclinándome hacia él para que los demás no me
oyeran—, esa excelente señora que acaba de hablar y nos ha ofrecido el
cocoricó... supongo que es inofensiva, ¿verdad? Completamente inofensiva.
—¡Inofensiva!
—exclamó él, en el colmo de la sorpresa—. ¿Qué... qué quiere usted decir?
—¿O
nada más que un poco tocada? —dije, acompañando mis palabras con el ademán de
tocarme la sien—. Doy por descontado que su enfermedad no es particularmente...
peligrosa, ¿verdad?
—Mon
Dieu! ¿Qué
esta usted imaginándose? Esta señora, mi antigua e íntima amiga, Madame
Joyeuse, es tan cuerda como yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, claro
está... pero bien sabe usted que todas las mujeres... todas las mujeres muy ancianas
las tienen en mayor o menor grado.
—Por
supuesto —convine—. Por supuesto... pero entonces, el resto de las damas y
caballeros...
—Son
mis amigos y colaboradores —interrumpió Monsieur Maillard, irguiéndose altaneramente.—
Mis excelentes amigos y ayudantes.
—¡Cómo!
¿Todos ellos? ¿Las damas también?
—Claro
está; no podríamos arreglarnos sin ayuda de mujeres, que son las mejores
enfermeras del mundo para atender a los locos. Tienen una modalidad propia,
sabe usted; sus ojos brillantes producen efectos maravillosos... algo así como
la fascinación de la serpiente.
—Por
supuesto —repetí—, por supuesto... De todos modos, actúan de manera un tanto
extraña, ¿no? Son ligeramente raras... ¿no le parece a usted?
—¡Extrañas!
¡Raras! ¿Por qué piensa así? Aquí, en el Sud, no somos nada mojigatos; hacemos
lo que más nos gusta, gozamos de la vida y de todo el resto... ¿Comprende
usted?
—Por
supuesto —dije—. Por supuesto.
—Y,
además, puede ser que este Clos Vougeot se suba un tanto a la cabeza, ¿sabe
usted?... Un tanto fuerte... Usted comprende, ¿no?
—Por
supuesto —dije—, por supuesto. Dicho sea de paso, señor, ¿no dijo usted, si he
oído bien, que el sistema que había adoptado en reemplazo del famoso sistema de
la dulzura es de una extremada severidad?
—De
ninguna manera. La reclusión es obligadamente rigurosa; pero el tratamiento...
quiero decir el tratamiento médico, es más bien agradable a los pacientes.
—¿Y
es usted el inventor del nuevo sistema?
—No
en su totalidad. Parte del mismo procede del profesor Tarr, de quien habrá
usted oído hablar seguramente; y mi plan contiene, además, modificaciones que,
me complazco en decirlo, provienen del celebrado Fether, con quien, si no me
equivoco, está usted estrechamente vinculado.
—Me
avergüenza muchísimo reconocer que no he oído jamás mencionar a dichos
caballeros —repliqué.
—¡Grandes
dioses! —exclamó mi huésped, echando bruscamente atrás su silla y alzando las
manos—. ¡Sin duda he oído mal! ¿No pretenderá decirme que jamás ha oído hablar
del sabio doctor Tarr o del famoso profesor Fether?
—Me
veo precisado a reconocer mi ignorancia —repuse—, pero la verdad está por
encima de todas las cosas. Mucho me humilla ignorar las obras de esos
extraordinarios estudiosos. Las buscaré lo antes posible, para leerlas con la
máxima atención. Monsieur Maillard, usted ha conseguido... se lo digo muy
sinceramente... avergonzarme de mí mismo.
Y
era muy cierto.
—No
diga usted más, mi joven amigo —replicó amablemente el director, estrechándome
la mano—, y acompáñeme con una copa de Sauternes.
Bebimos.
La asamblea imitó sin vacilar nuestro ejemplo. Todos charlaban, bromeaban,
reían, hacían las cosas más absurdas, mientras los violines chirriaban, el
tambor tronaba, los trombones mugían como otros tantos toros de bronce de
Falaris... y aquella escena, empeorando de minuto en minuto, a medida que los
vinos hacían su efecto, se convertía finalmente en una especie de pandemonio in
petto. A todo esto, con algunas botellas de Sauternes y Vougeot entre los
dos, Monsieur Maillard y yo continuábamos nuestro diálogo a gritos. Cualquier
palabra pronunciada con tono natural se hubiera oído mucho menos que la voz de
un pez en las cataratas del Niágara.
—¿No
mencionó usted antes de la cena —le grité al oído— que el antiguo sistema de la
dulzura encerraba ciertos peligros? ¿Puede explicarme cuáles?
—Sí
—repuso él—, en algunas ocasiones era sumamente peligroso. Los caprichos de los
locos son inexplicables, y en mi opinión, así como en la del doctor Tarr y el
profesor Fether, nunca se está seguro si se los deja andar solos y sin
vigilancia. Un insano puede ser «calmado» por un tiempo, pero terminará siempre
provocando algún alboroto. Su astucia, además, es tan proverbial como grande.
Si proyecta alguna cosa, la ocultará con maravillosa sagacidad, y la destreza
con que finge la cordura presenta para el filósofo uno de los problemas más
singulares del estudio de la mente. Créame usted: cuando un loco parece completamente
sano, ha llegado el momento de ponerle la camisa de fuerza.
—Pero
el peligro del cual hablaba usted, mi querido señor... En el curso de su
propia experiencia... mientras dirigía esta casa... ¿ha tenido razones para
creer que la libertad era peligrosa en un caso de locura?
—¿Aquí?
¿En el curso de mi propia experiencia? Pues bien... sí. Por ejemplo: no hace
mucho, sucedió en esta misma casa algo muy extraño. Como usted sabe regía
el sistema de dulzura y todos los enfermos andaban en libertad. Se conducían
muy bien...; tan bien, que cualquier persona sensata se hubiera dado cuenta de
que se preparaba algún designio diabólico, tanta era la compostura con
que se portaban. Y así ocurrió, en efecto: una mañana, los guardianes se
despertaron atados de pies y manos y metidos en las celdas, donde fueron
atendidos como si fueran los locos... por los locos mismos, que habían usurpado
las funciones de guardianes.
—¡No
me diga usted! ¡Jamás he oído cosa tan absurda!
—Le
cuento la verdad. Todo sucedió por culpa de un imbécil... un loco que sostenía
haber inventado el mejor sistema de gobierno jamás imaginado... gobierno de
locos, se entiende. Supongo que quería experimentar su invención y persuadió al
resto de los enfermos a que se le unieran en una conspiración destinada a
derrocar los poderes reinantes.
—¿Y
lo consiguió?
—Naturalmente.
Los guardianes y los guardados cambiaron muy pronto de puesto, con la
importante diferencia de que los locos habían estado sueltos con anterioridad,
mientras que los guardianes fueron encerrados en las celdas y tratados, lamento
decirlo, de una manera muy desdorosa.
—Pero
supongo que no tardó en producirse una contrarrevolución. Imposible que
semejante estado de cosas se prolongara mucho. Las personas de la vecindad...
los visitantes que acudían al establecimiento... no hay duda de que debieron
dar la alarma.
—Pues
se equivoca usted. El jefe de los rebeldes era demasiado astuto para eso. No
admitió a ningún visitante, excepción hecha, cierto día, de un joven de aire
tan estúpido que no le inspiró el menor temor. Lo dejó entrar en el
establecimiento... simplemente para variar un poco... para divertirse con él.
Tan pronto se hubo burlado lo suficiente, lo dejó salir para que se volviera a
sus negocios.
—¿Y
cuánto tiempo duró el reinado de los locos?
—¡Oh,
mucho tiempo! Por lo menos, un mes..., no podría decir exactamente cuánto.
Pero, entretanto, lo pasaron admirablemente, eso puedo jurárselo. Tiraron sus
viejas ropas ajadas y se apoderaron del guardarropa y las joyas de la familia.
La bodega del establecimiento estaba bien provista de vino, y esos diablos de locos
son precisamente los que mejor saben beberlo. Vivieron muy bien, se lo aseguro.
—Y
el tratamiento... ¿En qué consistía ese tratamiento especial que puso en
práctica el jefe de los rebeldes?
—Pues
bien; como ya le he hecho notar, un loco no es necesariamente un tonto, y en mi
honesta opinión, dicho tratamiento era muchísimo mejor que el anterior.
Consistía en un sistema verdaderamente extraordinario... muy sencillo...
pulcro... nada complicado... realmente delicioso... Era...
Las
observaciones de mi huésped se vieron bruscamente interrumpidas por una nueva
serie de alaridos semejantes a los que tanto nos habían desconcertado
previamente. Pero esta vez parecían proceder de personas que se aproximaban
rápidamente.
—¡Santo
Dios! —grité—. ¡Los locos han debido escaparse...!
—Mucho
me lo temo —replicó Monsieur Maillard poniéndose mortalmente pálido.
Apenas
había terminado la frase cuando se oyeron gritos e imprecaciones bajo las
ventanas, y no tardó en verse que algunas gentes del exterior estaban tratando
de abrirse paso en el comedor. Golpeaban la puerta con algo que parecía ser un
acotillo, mientras sacudían las persianas con violencia prodigiosa.
Siguió
una escena de espantosa confusión. Para mi indescriptible asombro, Monsieur
Maillard se metió debajo del aparador. Yo hubiera esperado una mayor resolución
de su parte. Los miembros de la orquesta que en el último cuarto de hora habían
dado la impresión de estar demasiado borrachos para cumplir con su obligación,
se enderezaron bruscamente aferrando sus instrumentos y, trepándose a la mesa,
atacaron de común acuerdo el Yankee Doodle, que ejecutaron, si no
afinadamente, por lo menos con energías sobrehumanas durante todo el transcurso
del tumulto.
Entretanto,
el caballero a quien con tanta dificultad habían impedido que saltara sobre la
mesa se apresuró a hacerlo y, tras de plantarse entre las botellas y vasos,
comenzó una arenga que no dudo hubiera sido de primer orden de haber podido
escucharla. En el mismo instante, el hombre cuyas predilecciones iban hacia las
perinolas comenzó a girar por la estancia con inmensa energía, abiertos los
brazos en ángulo recto con el cuerpo, con lo cual se parecía realmente a una
peonza, y derribando a todo aquel que se le ponía en el camino. Entonces, al
escuchar un increíble ruido de botella descorchada y de vino espumante saliendo
de ella, terminé por descubrir que procedía de la persona que había imitado a
una botella de champaña en el curso de la cena. Por su parte, el hombre-rana
croaba como si la salvación de su alma dependiera de cada sonido que profería.
Y en mitad de todo esto alzábase el continuo rebuznar de un asno. En cuanto a
mi buena amiga Madame Joyeuse, me daba verdadera lástima contemplar el estado
de perplejidad en que se encontraba. Todo lo que hacía era quedarse en un
rincón, al lado de la chimenea, repitiendo continuamente y con todas sus
fuerzas: «¡Cocoricó-o-o-o-o!»
Y
entonces se produjo la crisis, la catástrofe del drama. Como, aparte de los
hurras, los alaridos y los cocoricós, quienes me rodeaban no ofrecían la menor
resistencia a los de fuera, las diez ventanas no tardaron en ser forzadas casi
simultáneamente. Y jamás olvidaré el asombro y el horror con que vi saltar por
ellas y lanzarse entre nosotros, golpeando, pateando, arañando y aullando, un
ejército que creí de chimpancés, orangutanes o enormes babuinos negros del cabo
de Buena Esperanza.
Recibí
una terrible paliza, tras de la cual rodé bajo un sofá y me quedé inmóvil.
Luego de un cuarto de hora, tiempo en el cual escuché con todos mis sentidos lo
que seguía ocurriendo en la habitación, llegué a una explicación satisfactoria
del desenlace de aquella tragedia. Por lo visto, al hablarme del loco que había
incitado a sus compañeros a la rebelión, Monsieur Maillard no había hecho otra
cosa que relatarme sus propias hazañas. Este caballero había sido el director
del establecimiento dos o tres años atrás, pero acabó por enloquecer a su turno
y pasó a la categoría de paciente. El compañero de viaje que me había
presentado ignoraba semejante cosa. En cuanto a los guardianes, dominados por
los locos, habían sido primeramente untados de alquitrán, luego emplumados y
finalmente metidos en las celdas subterráneas. Llevaban allí un mes, en el
curso del cual Monsieur Maillard no solamente les había prodigado generosamente
el alquitrán y las plumas (que constituían su «sistema»), sino que los había
tenido a pan y agua. Esta última en forma de ducha diaria... Pero, al fin, tras
de escapar por una cloaca, uno de los prisioneros logró poner en libertad a los
demás.
El
«sistema de la dulzura» —con importantes modificaciones— se ha reanudado en el château;
sin embargo, no puedo dejar de reconocer con Monsieur Maillard que su
propio «tratamiento» era verdaderamente radical. Como muy bien lo había
expresado, era «muy sencillo... pulcro... nada complicado...».
Sólo
me resta añadir que, aunque he revisado todas las bibliotecas de Europa en
busca de las obras del doctor Tarr y del profesor Fether, he fracasado hasta
ahora en mi empeño por procurarme un ejemplar de las mismas.
[1] De
tar, alquitrán, y feather, pluma. To tar and feather significa
untar a alguien con alquitrán y cubrirlo luego de plumas. (N. del T.)
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