Al director
del Lady’s Book:
Tengo el
honor de enviarle para su revista un artículo que espero sea usted capaz de comprender más claramente
que yo. Es una traducción hecha por mi amigo Martin Van Buren Navis (llamado
«El brujo de Poughkeepsie») de un manuscrito de extraña apariencia que encontré
hace aproximadamente un año dentro de un porrón tapado, flotando en el Mare
Tenebrarum —mar bien descrito por el geógrafo nubio, pero rara vez visitado en
nuestros días, salvo por los trascendentalistas y los buscadores de
extravagancias. Suyo,
Edgar A. Poe
A
bordo del globo Skylark,
1. ° de abril de 2848
Ahora,
mi querido amigo, por sus pecados tendrá que soportar le inflija una larga
carta chismosa. Le digo claramente que voy a castigarlo por todas sus
impertinencias y que seré tan tediosa, tan discursiva, tan incoherente y tan
insatisfactoria como pueda. Además, aquí estoy, enjaulada en un sucio globo,
con cien o doscientos miembros de la canaille, realizando una excursión
de placer (¡qué idea divertida tiene alguna gente del placer!), y sin
perspectiva de tocar tierra firme durante un mes por lo menos. Nadie con quien
hablar. Nada que hacer. Cuando una no tiene nada que hacer, ha llegado el
momento de escribir a los amigos. Comprende usted, entonces, por qué le escribo
esta carta: a causa de mi ennui y de sus pecados.
Prepare
sus lentes y dispóngase a aburrirse. Pienso escribirle todos los días durante
este odioso viaje.
¡Ay!
¿Cuándo visitará el pericráneo humano alguna Invención? ¿Estamos
condenados para siempre a los mil inconvenientes del globo? ¿Nadie ideará
un modo más rápido de transporte? Este trote lento es, en mi opinión, poco
menos que una verdadera tortura. ¡Palabra, no hemos hecho más de cien millas
desde que partimos! Los mismos pájaros nos dejan atrás, por lo menos algunos de
ellos. Le aseguro que no exagero nada. Nuestro movimiento, sin duda, parece más
lento de lo que realmente es, por no tener objetos de referencia para calcular
nuestra velocidad, y porque vamos a favor del viento. Indudablemente, cuando
encontramos otro globo tenemos una posibilidad de advertir cuan rápido volamos,
y entonces, lo admito, las cosas no parecen tan mal. Acostumbrada como estoy a
este modo de viajar, no puedo evitar una especie de vértigo cuando un globo
pasa en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me
parece un inmenso pájaro de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos
en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la salida del sol, y tan cerca que su
cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos seria aprensión.
Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la mala «seda»
barnizada de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido perjuicios
inevitables. Esa seda, como me lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas
de una especie de gusano de tierra. El gusano era cuidadosamente alimentado con
moras —una fruta semejante a la sandía— y, cuando estaba suficientemente gordo,
lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de
papiro en su primer estado, y sufría variedad de procesos hasta convertirse
finalmente en «seda». ¡Cosa singular, fue en un tiempo muy admirada como
artículo de vestimenta femenina! Los globos también se construían por lo
general con seda. Una clase mejor de material, según parece, se halló luego en
el plumón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente
llamada euphorbium, pero que en aquella época la botánica denominaba
vencetósigo. Esta última clase de seda recibía el nombre de seda-buckingham[1],
a causa de su duración superior, y por lo general se la preparaba para el uso
barnizándola con una solución de caucho, sustancia que en algunos aspectos debe
de haberse asemejado a la gutapercha, ahora de uso común. Este caucho merecía
en ocasiones el nombre de goma de la India o goma de whist[2],
y se trataba, sin duda, de uno de los numerosos hongos existentes.
No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera arqueóloga.
Hablando
de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre
que viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que
surcan como enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas
seis mil toneladas y, a lo que parece, vergonzosamente sobrecargado. No debería
permitirse a esas diminutas embarcaciones que llevaran más de un número fijo de
pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que volviera a bordo y muy
pronto él y su salvavidas se perdieron de vista. Me alegra, querido amigo,
vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los
meros individuos puedan existir. La verdadera Humanidad sólo se preocupa por la
masa. Y ya que estamos hablando de la humanidad, ¿sabía usted que nuestro
inmortal Wiggins no es tan original en su concepción de las condiciones sociales
y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer? Pundit me
asegura que las mismas ideas fueron formuladas casi de la misma manera, hace
unos mil años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía
un negocio al menudeo para la venta de pieles de gato y otros animales[3].
Pundit sabe, como no lo ignora usted, y no es posible que se engañe.
¡Cuan admirablemente vemos verificada diariamente la profunda observación del
hindú Aries Tottle, según la cita Pundit! «Cabe así sostener que no una, o dos,
o pocas veces, sino repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones
giran en círculo entre los hombres»[4].
2
de abril.- Nos pusimos
hoy al habla con el cúter magnético que se halla a cargo de la sección central
de los alambres telegráficos flotantes. Me entero de que cuando este
dispositivo telegráfico fue puesto en funcionamiento por Horse[5],
se consideraba absolutamente imposible llevar los alambres a través del mar,
pero ahora lo imposible es comprender cuál era la dificultad. Así cambia el
mundo. Tempora mutantur... excúseme por citar en etrusco. ¿Qué haríamos
sin el telégrafo atalántico? (Pundit dice que antes se escribía
«Atlántico».) Hicimos alto unos minutos para hablar con los del cúter y, entre
otras gloriosas noticias, nos enteramos de que la guerra civil arde en África,
mientras la peste cumple una magnífica tarea tanto en Uropa como en Hasia. ¿No
es sumamente notable que, antes de que la humanidad iluminara brillantemente la
filosofía, el mundo tuviera costumbre de considerar la guerra y la peste como
calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se elevaban rogativas
para que esos males (!) no asolaran a la humanidad? ¿No resulta
dificilísimo comprender cuáles eran los principios e intereses que movían a
nuestros antepasados? ¿Estaban tan ciegos como para no percibir que la
destrucción de una miríada de individuos representaba una ventaja positiva para
la masa?
3
de abril.- Resulta realmente muy divertido subir por la escala de cuerda
que lleva a lo alto de la esfera del globo y contemplar desde allí el mundo que
nos rodea. Desde la barquilla, como bien sabe usted, el panorama no es tan
amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada aquí (desde
donde le escribo), en la piazza abierta, lujosamente cubierta de
almohadones, de lo alto del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier
dirección. En este momento diviso una verdadera muchedumbre de globos, que
presentan un aspecto sumamente animado, mientras el aire resuena con el zumbido
de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo (o como Pundit
afirma, Violeta[6]),
que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad de
atravesar la atmósfera en todas direcciones, ascendiendo o descendiendo hasta
encontrar una corriente favorable, sus contemporáneos apenas le prestaban
atención, creyéndole una especie de loco ingenioso, y todo ello porque los
filósofos (!) del momento declaraban que la cosa era imposible. ¡Ah, me resulta
completamente inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la
sagacidad de los antiguos savants! Pero en todas las edades, los mayores
obstáculos al progreso en las artes han sido creados por los así llamados
hombres de ciencia. Ciertamente, nuestros hombres de ciencia no son tan
intolerantes como los de antaño... Pero tengo algo muy raro que decirle al
respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos
consintieron en desengañar a la gente de la singular fantasía de que sólo
existían dos caminos posibles para llegar a la verdad? ¡Créalo, si le es
posible! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los tiempos,
vivió un filósofo turco (o más posiblemente hindú) llamado Aries Tottle. Esta
persona introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de
investigación deductivo o a priori. Comenzó postulando los axiomas o
«verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó «lógicamente» a los
resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant.
Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog,
apodado «el pastor de Ettrick»[7],
que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o a posteriori.
Su teoría lo remitía todo a la sensación. Hog procedía a observar, analizar
y clasificar los hechos —instantiœ naturœ, como se les llamaba
afectadamente— en leyes generales. En una palabra, el método de Aries Tottle se
basaba en noumena, y el de Hog, en phenomena. Pues bien, tan
grande admiración despertaba este último sistema que Aries Tottle quedó
inmediatamente desacreditado. Más tarde recobró terreno y se le permitió
compartir el reino de la Verdad con su más moderno rival. Los savants sostuvieron
que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles del
conocimiento. Como usted sabe, «baconiano» es un adjetivo inventado para
reemplazar a «hogiano», por más eufónico y digno.
Ahora
bien, querido amigo, le aseguro rotundamente que expongo esta cuestión de la
manera más leal, y basándome en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá
comprender, pues, cómo una noción tan absurda debió retrasar el progreso de
todo conocimiento verdadero, que avanza casi invariablemente por saltos
intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero reptar;
y durante siglos la ciega creencia en Hog hizo que, por así decirlo, se
dejara prácticamente de pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad cuyo
origen sólo debía a su propia alma. Ni siquiera valía que aquella verdad
fuese demostrable, pues los tozudos savants de la época sólo se
fijaban en el camino por el cual se había llegado a ella. No querían
mirar los fines. «¡Veamos los medios, los medios!», gritaban. Si al investigar
los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries (o sea,
Carnero), ni en la categoría Hog (o sea, Cerdo), pues bien, los savants se
negaban a seguir adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no
querían nada con él ni con su verdad.
Ni
siquiera puede sostenerse aquí que, gracias al sistema de reptación, fuera
posible acumular grandes cantidades de verdad a lo largo de los tiempos, pues
la represión de la imaginación era un mal que no se compensaba con
ninguna certeza que pudieran dar los antiguos métodos de investigación.
El error de aquellos Alamanes, Francos, Inglis y Amricanos (estos últimos,
dicho sea de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era análogo al del
sabihondo que se imagina que va a conocer mejor una cosa si la arrima a un
centímetro de los ojos. Aquellas gentes se cegaban a causa de los detalles.
Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «hechos» no siempre eran tales, cosa
que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que
ellos sostenían que sí lo eran, y que tenían que serlo porque se
presentaban como tales. Cuando tomaban el camino del Carnero, su marcha era
apenas tan derecha como los cuernos de un morueco, puesto que jamás tenían
un axioma que verdaderamente lo fuera. Debieron de estar muy ciegos para no
verlo, aun en su época, pues ya entonces gran cantidad de los axiomas «establecidos»
habían sido rechazados. Por ejemplo: Ex nihilo nihil fit, «un cuerpo no
puede actuar allí donde no está», «no puede haber antípodas», «la oscuridad no
puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de proposiciones semejantes,
admitidas al comienzo como axiomas, eran consideradas como insostenibles aun en
el período del que hablo. ¡Gentes absurdas que persistían en depositar su fe en
los axiomas como bases inmutables de la verdad! Aun si se los extrae de las
obras de sus razonadores más sólidos, es facilísimo demostrar la futileza, la
impalpabilidad de sus axiomas en general. ¿Quién fue el más profundo de sus
lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será que vaya a preguntarle a Pundit; volveré dentro
de un minuto. ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y
recientemente traducido del Inglis (que, dicho sea de paso, parece haber
constituido los rudimentos del Amricano). Pundit afirma que se trata de la obra
antigua más inteligente sobre la lógica. El autor (muy estimado en su tiempo)
era un tal Miller o Mill, y nos enteramos, como detalle de cierta importancia,
que era dueño de un caballo de tahona llamado «Bentham»[8].
Pero examinemos el tratado.
¡Ah!
«La capacidad o la incapacidad de concebir algo —dice muy atinadamente Mr.
Mill— no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática.»
¿Qué moderno que esté en sus cabales osaría discutir este truismo? Lo
único que puede asombrarnos es cómo a Mr. Mill se le ocurrió mencionar una cosa
tan obvia. Todo esto está muy bien... pero volvamos la página. ¿Qué
encontramos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale
decir, no pueden coexistir en la naturaleza.» Mr. Mill quiere decir, por
ejemplo, que un árbol tiene que ser un árbol o no serlo, o sea, que no puede al
mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo; pero yo le pregunto por
qué. Y él me contesta —perfectamente seguro de lo que dice—: «Porque es
imposible concebir que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora
bien, esto no es una respuesta aceptable, ya que nuestro autor acaba de admitir
como truismo que «la capacidad o la incapacidad de concebir algo no debe
considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática».
Pues
bien, no me quejo de los antiguos porque su lógica fuera, como ellos mismos lo
demuestran, absolutamente infundada, fantástica y sin el menor valor, sino por
su pomposa e imbécil proscripción de todos los otros caminos de la
verdad, de todos los otros medios para alcanzarla, y su obstinada
limitación a los dos absurdos senderos —uno para arrastrarse y otro para
reptar— donde se atrevieron a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que volar.
Dicho
sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se
hubieran quedado perplejos si hubieran tenido que determinar por cuál de
sus dos caminos se había logrado la más importante y sublime de todas sus
verdades? Aludo a la verdad de la Gravitación. Newton la debió a Kepler. Kepler
admitió que había conjeturado sus tres leyes, esas tres leyes admirables
que llevaron al gran matemático inglis a su principio, esas leyes que eran la
base de todo principio físico y para ir más allá de las cuales tenemos que
penetrar en el reino de la metafísica. Sí, Kepler conjeturó... es decir, imaginó.
Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto y que antes
constituía un epíteto despectivo. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido
la misma perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos
«caminos» descifra un criptógrafo un mensaje en clave especialmente secreto, y
por cuál de los dos caminos encaminó Champollion a la humanidad hacia esas
duraderas e innumerables verdades que se derivaron del desciframiento de los
jeroglíficos?
Una
palabra más sobre este tema y habré terminado de aburrirlo. ¿No es extrañísimo
que, con su continuo parloteo sobre los caminos de la verdad, aquellos
fanáticos no vieran el gran camino que nosotros percibimos hoy tan
claramente... el camino de la Coherencia? ¡Cuan singular que no hayan sido
capaces de deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta
coherencia debe ser una verdad absoluta! ¡Cuan evidente ha sido nuestro
progreso desde que esta afirmación fue formulada! Las investigaciones fueron
arrancadas de las manos de los topos y confiadas como tarea a los auténticos
pensadores, a los hombres de imaginación ardiente. Estos últimos teorizan. ¿Puede
usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en
nuestros progenitores si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo?
Estos hombres, repito, teorizan, y sus teorías son corregidas, reducidas,
sistematizadas, eliminando poco a poco sus residuos incoherentes... hasta que,
por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más estólido admitirá que,
por ser coherentes, son absoluta e incuestionablemente verdaderas.
4
de abril.- El
nuevo gas hace maravillas en combinación con el perfeccionamiento de la
gutapercha. ¡Cuan seguros, cómodos, manejables y excelentes son nuestros globos
modernos! He aquí uno inmenso que se nos acerca a una velocidad de por lo menos
ciento cincuenta millas por hora. Parece repleto de pasajeros (quizá haya a
bordo trescientos o cuatrocientos) y, sin embargo, vuela a una milla de
altitud, contemplándonos desde lo alto con soberano desprecio. Empero, cien o
aun doscientas millas horarias representan después de todo una travesía
bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw?
¡Trescientas millas por hora! ¡Eso era viajar! Imposible ver nada... Nuestras
únicas ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los magníficos salones.
¿Recuerda qué extraña sensación se experimentaba cuando, por casualidad,
teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría
a toda velocidad? Cada cosa parecía única... en una sola masa. Por mi parte,
debo decir que preferiría viajar en el tren lento, el de cien millas horarias.
Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas abiertas,
alcanzando alguna visión del paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa
el gran ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente
novecientos años. Llega a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino,
y que corresponden a ese antiquísimo período. Parece que los rieles eran
solamente dobles; como usted sabe, los nuestros tienen doce rieles y
están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles eran muy livianos y
se hallaban tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban tan
baladíes como peligrosos. El ancho actual de la trocha —cincuenta pies— se
considera apenas suficientemente seguro... Por mi parte, no dudo de que en
tiempos muy remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit;
pues estoy convencidísima de que hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos,
el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron unidos; ni que decir
entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran ferrocarril
a través del continente.
5
de abril.- Me siento casi devorada por el ennui. Pundit es
la única persona con quien se puede hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe
más que de arqueología... Se ha pasado todo el día tratando de convencerme de
que los antiguos amricanos se gobernaban a sí mismos. ¿Oyó usted alguna
vez despropósito semejante? Sostiene que tenían una especie de confederación
donde cada persona era un individuo... a la manera de los «perros de las
praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que partieron de la idea más
rara imaginable, a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales... y
esto en las mismas narices de las leyes de gradación, tan visiblemente
impresas en todas las cosas, tanto en el universo moral como en el físico.
Todos los hombres «votaban» (así lo llamaban), es decir, se mezclaban en los
negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es
el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda)
carecía completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera
circunstancia que perturbó seriamente la autocomplacencia de los filósofos que
habían construido esta «República» fue el sorprendente descubrimiento de que el
sufragio universal se prestaba a los planes más fraudulentos, por medio de los
cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin posibilidad de
descubrimiento o de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier
partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza del fraude. La
menor reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con toda claridad
que la bellaquería debía predominar; en una palabra, que un gobierno
republicano no podía ser otra cosa que un gobierno de bellacos.
Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su estupidez al
no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas teorías,
la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Populacho, quien
tomó las cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías
de los fabulosos Cerones y Heliopávalos resultaban tan respetables como
deliciosas. Este Populacho (un extranjero, dicho sea de paso) parece haber sido
el hombre más odioso que haya deshonrado la tierra. De gigantesca estatura,
insolente, rapaz, sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una
hiena y el cerebro de un pavo real. De todos modos sirvió para algo, como
ocurre con las cosas más viles, y enseñó a la humanidad una lección que ésta no
habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido contrario a las analogías
naturales. En cuanto al republicanismo, imposible encontrarle ninguna analogía
en la faz de la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las
praderas», excepción que sólo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la
democracia es una admirable forma de gobierno...para perros.
6
de abril.-
Anoche vi admirablemente bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del telescopio
del capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que
presenta nuestro sol en un día neblinoso. Aunque muchísimo más grande que el
sol, dicho sea de paso, Alfa Lyrae se le parece en cuanto a las manchas, la
atmósfera y otros detalles. Sólo en el último siglo —según me dice Pundit—
comenzó a sospecharse la relación binaria existente entre estos dos astros. El
evidente movimiento de nuestro sistema en el espacio había sido considerado
(¡cosa extraña!) como una órbita en torno a una prodigiosa estrella situada en
el centro de la Vía Láctea. Conjeturábase que cada uno de estos cuerpos
celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común a
todos los astros de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las
Pléyades; calculábase que nuestro sistema completaba su circuito en 117.000.000
de años. Pero a nosotros, con nuestras actuales luces y nuestros grandes
perfeccionamientos en los telescopios, nos resulta imposible imaginar la
base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal Mudler[9].
Cabe presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis, pero
de ser así hubiera debido sostener la analogía en todo el desarrollo de su
idea. Al sugerir un gran astro central, Mudler no incurría en nada ilógico.
Empero, y desde un punto de vista dinámico, este astro central tendría que ser
muchísimo más grande que todos los otros cuerpos celestes juntos. Cabía
entonces preguntarse: «¿Cómo es que no lo vemos?» Precisamente nosotros, que
ocupamos la región media del inmenso racimo, el lugar cerca del cual debería
hallarse situado aquel inconcebible sol central, ¿cómo no lo vemos? Quizá en
este punto el astrónomo se refugió en una noción de no-luminosidad y al
hacerlo abandonó por completo la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro
central no fuera luminoso, ¿cómo explicar que el incalculable ejército de
resplandecientes soles que se encaminan hacia él no lo iluminen? No hay duda de
que lo que el sabio sostuvo al final fue la mera existencia de un centro de
gravedad común a todos los cuerpos del espacio; pero aquí tuvo que renunciar de
nuevo a la analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de un centro
común de gravedad, pero lo hace en relación con un sol material cuya masa
compensa más que suficientemente las de todo el sistema junto. El círculo
matemático es una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta
idea del círculo, que con relación a la geometría terrena consideramos como
meramente matemática, distinguiéndola de la idea práctica de un círculo, esta
idea es la única concepción práctica que cabe mantener con respecto a
los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la fantasía,
cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un
punto en el centro de la Vía Láctea. ¡Intente la más vigorosa imaginación
humana dar un solo paso hacia la comprensión de un circuito tan inexpresable!
Apenas resultaría paradójico decir que un relámpago, corriendo por siempre en
la circunferencia de este inconcebible círculo, correría por siempre en
línea recta. El camino de nuestro sol a lo largo de esta circunferencia, la
dirección de nuestro sistema en semejante órbita, no puede, para la percepción
humana, haberse desviado en lo más mínimo de una línea recta, ni siquiera en un
millón de años; imposible suponer otra cosa, pese a lo cual aquellos astrónomos
antiguos se dejaban engañar al punto de creer que una curvatura bien marcada
habíase hecho visible en el breve período de la historia astronómica en ese
mero punto, en esa absoluta nada de dos o tres mil años. ¡Cuan incomprensible
es que consideraciones como las presentes no les indicaran inmediatamente la
verdad de las cosas... o sea, la revolución binaria de nuestro sol y de Alpha
Lyrae en torno a un centro común de gravedad!
7
de abril.-
Continuamos anoche nuestras diversiones astronómicas. Vimos con mucha claridad
los cinco asteroides neptunianos y observamos con sumo interés la colocación de
una pesada imposta sobre dos dinteles en el nuevo templo de Dafnis, en la luna.
Resultaba divertido pensar que criaturas tan pequeñas como los selenitas y tan
poco parecidas a los hombres muestran un ingenio mecánico muy superior al
nuestro. Cuesta además concebir que las enormes masas que aquellas gentes
manejan fácilmente sean tan livianas como nuestra razón nos lo enseña.
8
de abril.-
¡Eureka! Pundit resplandece de alegría. Un globo de Kanadaw nos habló hoy,
arrojándonos varios periódicos recientes. Contienen noticias sumamente curiosas
sobre antigüedades kanawdienses o más bien amricanas. Presumo que estará usted
enterado de que numerosos obreros se ocupan desde hace varios meses en preparar
el terreno para una nueva fuente en Paraíso, el principal jardín privado del
emperador. Parece ser que Paraíso, hablando literalmente, fue en tiempos
inmemoriales una isla —vale decir que su límite norte estuvo siempre
constituido (hasta donde lo indican los documentos) por un riacho o más bien un
angosto brazo del mar—. Este brazo se fue ensanchando gradualmente hasta
alcanzar su amplitud actual de una milla. El largo total de la isla es de nueve
millas; el ancho varía mucho. Toda el área (según dice Pundit) hallábase, hace
unos ochocientos años, densamente cubierta de casas, algunas de las cuales
tenían hasta veinte pisos; por alguna razón inexplicable se consideraba la
tierra como especialmente preciosa en esta vecindad. Empero, el desastroso
terremoto del año 2050 desarraigó y asoló de tal manera la ciudad (pues era
demasiado grande para llamarle poblado), que los más infatigables arqueólogos
no pudieron obtener jamás elementos suficientes (como monedas, medallas o
inscripciones) para establecer la más nebulosa teoría concerniente a las
costumbres, modales, etc., etc., de los aborígenes. Puede decirse que todo lo
que sabemos de ellos es que constituían parte de la tribu salvaje de los
Knickerbockers[10],
que infestaba el continente en la época de su descubrimiento por Recorder
Riker, uno de los caballeros del Vellocino de Oro. No eran completamente
incivilizados, sino que cultivaban diversas artes e incluso ciencias, pero a su
manera. Se dice que eran muy perspicaces en ciertos aspectos pero atacados por
la extraña monomanía de construir lo que en el antiguo amricano se llamaba
«iglesias», o sea, unas especies de pagodas instituidas para la adoración de
dos ídolos denominados Riqueza y Moda. Al final, nueve décimas partes de la
isla no eran más que iglesias. Las mujeres, según parece, estaban extrañamente
deformadas por una protuberancia de la región donde la espalda cambia de
nombre, aunque se consideraba que esto era el colmo de la belleza, cosa
inexplicable. Se han conservado milagrosamente una o dos imágenes de tan
singulares mujeres. Tienen un aire muy raro... algo entre un pavo y un dromedario.
En
fin, tales eran los pocos detalles que poseíamos acerca de los antiguos
Knickerbockers. Parece, sin embargo, que al cavar en el centro del jardín del
Emperador (que, como usted sabe, cubre toda la isla), los obreros desenterraron
un bloque cúbico de granito, evidentemente tallado y que pesaba varios cientos
de libras. Hallábase bien conservado y la convulsión que lo había sumido en la
tierra no parecía haberlo dañado. En una de sus superficies había una placa de
mármol con (¡imagínese usted!) una inscripción... una inscripción legible. Pundit
está arrobado. Al desprender la placa apareció una cavidad conteniendo una caja
de plomo donde había diversas monedas, un rollo de papel con nombres,
documentos que tienen el aire de periódicos, y otras cosas de fascinante
interés para el arqueólogo. No cabe duda de que se trata de auténticas
reliquias amricanas, pertenecientes a la tribu de los Knickerbockers. Los
diarios arrojados a nuestro globo contienen facsímiles de las monedas,
manuscritos, caracteres tipográficos, etc. Copio para diversión de usted la
inscripción Knickerbocker de la placa de mármol:
Esta
piedra fundamental de un monumento
a
la memoria de
JORGE
WASHINGTON
fue
colocada con las debidas ceremonias el
19
de octubre de 1847,
aniversario
de la rendición de
Lord Cornwallis
al General Washington en Yorktown,
AD.
1781,
bajo
los auspicios de la
Asociación
pro monumento a Washington
de
la ciudad de Nueva York.
La
precedente es traducción verbatim hecha por Pundit en persona, de modo
que no puede haber error. De estas pocas palabras preservadas surgen
varios importantes tópicos de conocimiento, entre los cuales el no menos
interesante es que, hace mil años, los verdaderos monumentos habían
caído en desuso —lo cual estaba muy bien— y la gente se contentaba, como
hacemos nosotros ahora, con una mera indicación de sus intenciones de erigir un
monumento en tiempos venideros colocando cuidadosamente una piedra fundamental,
«solitaria y sola» (me excusará usted por citar al gran poeta amricano Benton),
como garantía de tan magnánima intención. Asimismo, de esa admirable
piedra extraemos la seguridad del cómo, el dónde y el qué de la gran rendición
de que en ella se habla. En cuanto al dónde, fue en Yorktown
(dondequiera que se hallara), y por lo que respecta al qué, se trataba
del general Cornwallis (sin duda algún acaudalado comerciante en granos[11]).
No hay duda de que se rindió. La inscripción conmemora la rendición de... ¿de
quién? Pues de «Lord Cornwallis». La única cuestión está en saber por qué
querían los salvajes que se rindiera. Pero si recordamos que se trataba
indudablemente de caníbales, llegamos a la conclusión de que lo querían para
hacer salchichas. En cuanto al cómo de la rendición, ningún lenguaje
podría ser más explícito. Lord Cornwallis se rindió (para servir de salchicha)
«bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington», institución
caritativa ocupada en colocar piedras fundamentales... ¡Santo Dios! ¿Qué
ocurre? ¡Ah, ya veo, el globo se está viniendo abajo y tendremos que posarnos
en el mar! Sólo me queda tiempo, pues, para agregar que, después de una rápida
lectura de los facsímiles que aparecen en los diarios, advierto que los grandes
hombres de aquellos días entre los amricanos eran un tal John, herrero, y un
tal Zacarías, sastre[12].
Adiós,
y hasta pronto. Poco me importa que reciba usted o no esta carta, pues la
escribo solamente para divertirme. Pondré de todos modos el manuscrito en una
botella y lo arrojaré al mar. Su amiga invariable,
PUNDITA
[1] Una de las muchas bromas y retruécanos que hacen perder sabor a
este relato una vez traducido. Se alude a James Silk Buckingham (1786-1855),
parlamentario inglés que visitó los Estados Unidos y escribió un libro de
impresiones. Silk significa igualmente seda. El nombre de este
periodista y escritor aparece en «Conversación con una momia». (N. del T.)
[2] Rubber, caucho, denota
asimismo una mano en el juego del whist u otros juegos de cartas. (N.
del T.)
[3] Furrier, o sea Charles
Fourier, que por supuesto no era irlandés (N. del T.)
[4] Aries Tottle: Aristóteles. (N. del T.)
[5] Morse. (N. del T.)
[6] Pero más probablemente «Verde», o sea Charles Green, a quien
Poe cita otra vez en «El camelo del globo». (N. del T.)
[7] Hog, cerdo, alude a Bacon (bacati, tocino). «El pastor de Ettrick», que la corresponsal menciona por puro
disparate, era un poetastro llamado James Hogg —de ahí la confusión—, que gozó
de mucha fama en Inglaterra (1770-1835). (N. del T.)
[8] Alusiones a John Stuart Mill, (mill, molino)
y a Jeremy Bentham. (N. del T.)
[9] Alude —llamándolo «embarrador»— a Johann Heinrich Von Mädler,
astrónomo alemán. (N. del T.)
[10] Se denomina así a los descendientes de las primeras familias
holandesas que se establecieron en los Estados Unidos. (N. del T.)
[11] Corn, grano o cereal. (N. del T.)
[12] John Smith y Zacarías Taylor. (N. del T.)
que interesante, divertido y escalofriante es este relato
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