Fábula
Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες
Πρώονες τε καˆ χαράδραι
(Las crestas montañosas duermen; los
valles, los riscos y las grutas están
en silencio.)
(Alcmán [60(10),646])
Escúchame —dijo el Demonio, apoyando la
mano en mi cabeza—. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a
orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un
matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por
siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y
convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del
río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí
en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras
inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se
levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite
de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las
Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo.
Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un
potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos.
Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas.
Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por
siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del
horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no
hay ni calma ni silencio.
Era de noche y llovía, y al caer era
lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los
altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban
entre sí en la solemnidad de su desolación.
Y de improviso levantóse la luna a
través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se
posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada
por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era
gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la
marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en
la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna
brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y
los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y miré hacia arriba y en lo alto de la
roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que
hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde
los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era
indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio
de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto
las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos
brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las
fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el
anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó
la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales,
y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna
carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de
aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él
continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del
cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y
las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los
nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba
las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de
la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los
hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y
los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca
y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y
observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero
la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces maldije los elementos con la
maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde
antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la
tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se
desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban
clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y
caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y
observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero
la noche transcurría y él continuaba sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la
maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta
y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se
callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el
rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron
a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los
nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni
la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los
caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de
aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que
apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía
ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca
decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda
carrera, al punto que cesé de verlo.
Pues bien, hay muy hermosos relatos en
los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados
en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del
potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso
cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas,
y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban
en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que
me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la
más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer,
en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo
porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se
tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.
Buen relato, me gustó el aire poético que tiene.
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