Aunque la teoría del
mesmerismo esté aún envuelta en dudas, sus sobrecogedoras realidades son
ya casi universalmente admitidas. Los que dudan de éstas pertenecen a la casta
inútil y despreciable de los que dudan por pura profesión. No hay mejor manera
de perder el tiempo que proponerse probar en la actualidad que el hombre, por
el simple ejercicio de su voluntad, puede impresionar a su semejante al punto
de sumirlo en un estado anormal cuyas manifestaciones se parecen estrechamente
a las de la muerte, o por lo menos en mayor grado que cualquier otro fenómeno conocido
en condiciones normales; que, en ese estado, la persona así influida utiliza
sólo con esfuerzo y en consecuencia débilmente los órganos exteriores de los
sentidos y, sin embargo, percibe con agudeza y refinamiento, y por vías
presuntamente desconocidas, cosas que están más allá del alcance de los órganos
físicos; que, además, sus facultades intelectuales se hallan en un maravilloso
estado de exaltación y fuerza; que las simpatías con la persona que así influye
sobre ella son profundas, y, finalmente, que su susceptibilidad de
impresión va en aumento gradual, al tiempo que, en la misma proporción, se
extienden y acentúan cada vez más los peculiares fenómenos producidos.
Digo que sería superfluo demostrar las
leyes del mesmerismo en sus rasgos generales; tampoco infligiré a mis lectores
una demostración hoy tan innecesaria. Mi propósito es, en verdad, muy otro. Me
siento impelido, aun enfrentándome de esta manera con un mundo de prejuicios, a
detallar sin comentarios el notabilísimo diálogo que sostuve con un
hipnotizado.
Hacía mucho tiempo que tenía la
costumbre de hipnotizar a la persona en cuestión (Mr. Vankirk), en quien se
habían manifestado la aguda susceptibilidad y la exaltación habituales en la
percepción mesmérica. Desde varios meses atrás, Mr. Vankirk padecía una tisis
declarada y mis pases habían aliviado sus efectos más penosos; la noche del
miércoles 15 del mes actual fui llamado a su cabecera.
El enfermo sufría un dolor agudo en la
región cordial y respiraba con gran dificultad, presentando todos los síntomas
comunes del asma. En espasmos como aquél generalmente le proporcionaba alivio
la aplicación de mostaza en los centros nerviosos, pero esa noche el recurso
había resultado inútil.
Cuando entré en su habitación me recibió
con una sonrisa jovial, y aunque evidentemente sus dolores físicos eran
grandes, su ánimo parecía muy tranquilo.
—Lo mandé buscar esta noche —dijo— no
tanto para que mitigara mi dolencia como para que me explicara ciertas
impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran ansiedad y sorpresa.
No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la
inmortalidad del alma. No puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa
misma alma que he negado, una especie de vago sentimiento de su propia existencia.
Pero esta especie de sentimiento no llegó en ningún instante a la convicción.
Era cosa que nada tenía que ver con la razón. Todas las tentativas de
investigación lógica me dejaban, a decir verdad, más escéptico que antes. Me
aconsejaron que estudiara a Cousin. Lo estudié en sus obras, así como en sus
repercusiones europeas y americanas. El Charles Elwood de Mr. Brownson,
por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo encontré
lógico de una punta a la otra, pero las partes que no eran simplemente lógicas
constituían, desgraciadamente, los argumentos iniciales del incrédulo héroe del
libro. En sus conclusiones me pareció evidente que el razonador no había
logrado siquiera convencerse a sí mismo. El final había olvidado por completo
el principio, como el gobierno de Trínculo. En una palabra: no tardé en
advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de su propia
inmortalidad, nunca lo logrará por las meras abstracciones que durante tanto
tiempo han constituido el método de los moralistas de Inglaterra, Francia y
Alemania. Las abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se
posesionan de la mente. Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy
convencido, siempre nos pedirá en vano que consideremos las cualidades como
cosas. La voluntad puede asentir; el alma, el intelecto, nunca.
»Repito, pues, que sólo había sentido a
medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas en los últimos tiempos el
sentimiento se ha ahondado hasta parecerse tanto a la aquiescencia de la razón,
que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir este efecto
simplemente a la influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento que
por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me capacita para percibir una
serie de razonamientos que en mi existencia normal son convincentes, pero que,
en total acuerdo con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en su efecto,
a mi estado normal. En el estado hipnótico, el razonamiento y la
conclusión, la causa y el efecto están presentes a un tiempo. En mi estado
natural, la causa se desvanece; únicamente el efecto, y quizá sólo en parte,
permanece.
»Estas consideraciones me han llevado a
pensar que podrían obtenerse algunos buenos resultados dirigiéndome, mientras
estoy mesmerizado, una serie de preguntas bien encaminadas. Usted ha observado
a menudo el profundo conocimiento de sí mismo que demuestra el hipnotizado, el
amplio saber que despliega sobre todo lo concerniente al estado mesmérico, y de
este conocimiento de sí mismo pueden deducirse indicaciones para la adecuada
confección de un cuestionario.»
Accedí, claro está, a realizar este
experimento. Unos pocos pases sumieron a Mr. Vankirk en el sueño mesmérico. Su
respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía no padecer ninguna
incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación (en el
diálogo, V. representa
al paciente y P. soy yo):
P. —¿Duerme usted?
V. —Sí..., no; preferiría dormir más
profundamente.
^.—(Después de algunos pases.) ¿Duerme ahora?
V. —Sí.
P. —¿Cómo cree que terminará su
enfermedad?
V. —(Después de una larga vacilación y
hablando como con esfuerzo.) Moriré.
P. —¿Le aflige la idea de la muerte?
V. —(Muy rápido.) ¡No..., no!
P. —¿Le desagrada esta perspectiva?
V. —Si estuviera despierto me gustaría
morir, pero ahora no tiene importancia. El estado mesmérico se avecina lo
bastante a la muerte como para satisfacerme.
P. —Me gustaría que se explicara, Mr.
Vankirk.
V. —Quisiera hacerlo, pero requiere más
esfuerzo del que me siento capaz. Usted no me interroga correctamente.
P. —Entonces, ¿qué debo preguntarle?
V. —Debe comenzar por el principio.
P. —¡El principio! Pero, ¿dónde está el
principio?
V. —Usted sabe que el principio es Dios.
(Esto fue dicho en tono bajo, vacilante, y con todas las señales de la más
profunda veneración.)
P. —Pero, ¿qué es Dios?
V. —(Vacilando durante varios
minutos.) No puedo decirlo.
P. —Dios, ¿no es espíritu?
V. —Mientras
estaba despierto, yo sabía lo que usted quiere decir con «espíritu», pero ahora
me parece sólo una palabra, tal como, por ejemplo, verdad, belleza; una
cualidad, quiero decir.
P. —Dios, ¿no es inmaterial?
V. —No hay inmaterialidad; ésta es una
simple palabra. Lo que no es materia no es nada, a menos que las cualidades
sean cosas.
P. —Entonces, ¿Dios es material?
V. —No. (Esta respuesta me
sobrecogió.)
P. —¿Y qué es?
V. —(Después de una larga pausa, entre dientes.) Lo
veo... pero es una cosa difícil de decir. (Otra larga pausa.) No es
espíritu, pues existe. Tampoco es materia, como usted la entiende. Pero
hay gradaciones de la materia de las que el hombre nada sabe, en que la más
basta impulsa a la más sutil, la más sutil invade la más basta. La atmósfera,
por ejemplo, impulsa el principio eléctrico, mientras el principio eléctrico
penetra la atmósfera. Estas gradaciones de la materia crecen en tenuidad o
sutileza hasta que llegamos a una materia indivisa —sin partículas—,
indivisible —una—, y aquí la ley de la impulsión y de la
penetración se modifica. La materia última o indivisa no sólo penetra todas las
cosas, sino que las impulsa, y de esta manera es todas las cosas en sí
misma. Esta materia es Dios. Lo que el hombre intenta formular con la palabra
«pensamiento» es esta materia en movimiento.
P. —Los metafísicos sostienen que toda
acción es reductible a movimiento y pensamiento, y que el último es el origen
del primero.
V. —Sí, y ahora veo la confusión de la
idea. El movimiento es la acción de la mente, no del pensamiento. La
materia indivisa o Dios, en reposo, es (en la medida en que podemos concebirlo)
lo que los hombres llaman mente. Y el poder de automovimiento (equivalente en
efecto a la volición humana) es, en la materia indivisa, el resultado de su
unidad y de su omni-predominancia; cómo, no lo sé, y ahora veo
claramente que nunca lo sabré. Pero la materia indivisa, puesta en movimiento
por una ley o cualidad existente en sí misma, es el pensamiento.
P. —¿No puede darme una idea más precisa
de lo que usted designa materia indivisa?
V. —Las materias que el hombre conoce
escapan gradualmente a los sentidos. Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo
de madera, una gota de agua, la atmósfera, el gas, el calor, la electricidad,
el éter luminoso. Ahora bien, llamamos materia a todas esas cosas, y abarcamos
toda la materia en una definición general; sin embargo, no puede haber dos
ideas más esencialmente distintas que la que referimos a un metal y la que
referimos al éter luminoso. Cuando llegamos al último, sentimos una inclinación
casi irresistible a clasificarlo con el espíritu o con la nada. La única consideración
que nos detiene es nuestra idea de su constitución atómica, y aun aquí debemos
pedir ayuda a nuestra noción de átomo como algo infinitamente pequeño, sólido,
palpable, pesado. Destruyamos la idea de la constitución atómica y ya no
seremos capaces de considerar el éter como una entidad o, por lo menos, como
materia. A falta de una palabra mejor podríamos designarlo espíritu. Demos
ahora un paso más allá del éter luminoso, concibamos una materia mucho más
sutil que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en
seguida (a pesar de todos los dogmas escolásticos) a una masa única, a una
materia indivisa. Pues, aunque admitamos una infinita pequeñez en los átomos
mismos, la infinita pequeñez de los espacios interatómicos es un absurdo. Habrá
un punto, habrá un grado de sutileza en el cual, si los átomos son
suficientemente numerosos, los interespacios desaparecerán y la masa será
absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución
atómica, la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra
concepción del espíritu. Está claro, sin embargo, que es tan materia como
antes. La verdad es que resulta imposible concebir el espíritu, puesto que es
imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos de haber llegado a
concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la
consideración de una materia infinitamente rarificada.
P. —Me parece que hay una objeción
insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella es la ligerísima
resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a través
del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado,
pero que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por
alto. Sabemos que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada
a su densidad. La unidad absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay
interespacios no puede haber paso. Un éter absolutamente denso detendría de una
manera infinitamente más efectiva la marcha de una estrella que un éter de
diamante o de acero.
V. —Su objeción se contesta con una
facilidad que está casi en proporción con su aparente irrefutabilidad. Con
respecto a la marcha de una estrella, no puede haber diferencia entre que la
estrella pase a través del éter o el éter a través de ésta. No hay error
astronómico más inexplicable que el que relaciona el conocido retardo de los
cometas con la idea de su paso a través del éter, pues por sutil que se suponga
ese éter detendría toda revolución sideral en un período mucho más breve que el
admitido por esos astrónomos, quienes han intentado suprimir un punto que
consideraban imposible de entender. El retardo experimentado es, por el
contrario, aproximadamente el mismo que puede esperarse de la fricción del
éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la fuerza de
retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente
acumulativa.
P. —Pero en todo esto, en esta
identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay nada de irreverencia? (Me
vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado comprendiera
cabalmente su sentido.)
V. —¿Puede usted decir por qué la materia
ha de ser menos reverenciada que la mente? Usted olvida que la materia de la
cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o «espíritu» de las
escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es, al
mismo tiempo, la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes
atribuidos al espíritu, es tan sólo la perfección de la materia.
P. —¿Afirma usted, entonces, que la
materia indivisa, en movimiento, es pensamiento?
V. —En general, el movimiento es el
pensamiento universal de la mente universal. Este pensamiento crea. Todas las
cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios.
P. —Usted dice «en general».
V. —Sí. La mente universal es Dios. Para
las nuevas individualidades es necesaria la materia.
P. —Pero usted habla ahora de «mente» y
de «materia» como lo hacen los metafísicos.
V. —Sí, para evitar la confusión. Cuando
digo «mente» me refiero a la materia indivisa o última; cuando digo «materia»
me refiero a todo lo demás.
P. —Usted decía que «para las nuevas
individualidades es necesaria la materia».
V. —Sí, pues la mente, en su existencia
incorpórea, es simplemente Dios. Para crear los seres individuales, pensantes,
era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así es individualizado el
hombre. Despojado de su envoltura corporal sería Dios. El movimiento particular
de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento del
hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios.
P. —¿Dice usted que despojado de su
envoltura corporal el hombre sería Dios?
V. —(Después
de mucho vacilar.) No pude
haber dicho eso, es un absurdo.
P. —(Recurriendo a mis notas.) Usted
dijo que «despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios».
V. —Y es verdad. El hombre así despojado
sería Dios, sería desindividualizado. Pero no puede despojarse jamás de
esa manera —por lo menos nunca podrá—, a menos que imaginemos una acción de
Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad. El hombre es
una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del
pensamiento ser irrevocable.
P. —No comprendo. ¿Usted dice que el
hombre nunca podrá desprenderse de su cuerpo?
V. —Digo que nunca será incorpóreo.
P. —Explíquese.
V. —Hay dos cuerpos: el rudimentario y
el completo, que corresponden a las dos condiciones de la crisálida y la
mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa metamorfosis. Nuestra
presente encarnación es progresiva, preparatoria, temporaria. Nuestro futuro es
perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad
absoluta.
P. —Pero de la metamorfosis de la
crisálida tenemos un conocimiento palpable.
V. —Nosotros sí, pero la crisálida no.
La materia que compone nuestro cuerpo rudimentario está al alcance de los
órganos de este cuerpo, o, más claramente, nuestros órganos rudimentarios se
adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al que compone
el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo
percibimos la envoltura que cae al morir, desprendiéndose de la forma interior,
no esa misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es
apreciable para los que ya han adquirido la vida definitiva.
P. — Usted ha dicho a menudo que el
estado mesmérico se asemeja estrechamente a la muerte. ¿Cómo es eso?
V. —Cuando digo que se parece a la
muerte, aludo a que se asemeja a la vida definitiva, pues cuando estoy en
trance los sentidos de mi vida rudimentaria quedan en suspenso y percibo las
cosas exteriores directamente, sin órganos, a través de un intermediario que
emplearé en la vida definitiva, inorganizada.
P. —¿Inorganizada?
V. —Sí; los órganos son mecanismos
mediante los cuales el individuo se pone en relación sensible con clases y
formas particulares de materia, con exclusión de otras clases y formas. Los
órganos del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a ésta;
siendo inorganizada su condición última, su comprensión es ilimitada en todos
los órdenes, salvo en uno: la naturaleza de la voluntad de Dios, es decir, el
movimiento de la materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del cuerpo
definitivo concibiéndolo como si fuera todo cerebro. No es eso; pero una
concepción de esta naturaleza lo acercará a la comprensión de su ser. Un cuerpo
luminoso imparte vibración al éter. Las vibraciones engendran otras similares
dentro de la retina; éstas comunican otras al nervio óptico. El nervio envía
otras al cerebro, y el cerebro otras a la materia indivisa que lo penetra. El
movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la
percepción. De esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el
mundo exterior, y este mundo exterior está limitado para la vida rudimentaria,
por la idiosincrasia de sus órganos. Pero en la vida definitiva, inorganizada,
el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de una sustancia afín al
cerebro, como he dicho), sin otra intervención que la de un éter infinitamente
más sutil que el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter,
poniendo en movimiento la materia indivisa que lo penetra. A la ausencia de
órganos especiales debemos atribuir, además, la casi ilimitada percepción
propia de la vida definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las
jaulas necesarias para encerrarlos hasta que tengan alas.
P. —Usted habla de «seres»
rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios además del hombre?
V. —Las numerosas acumulaciones de
materia sutil en nebulosas, planetas, soles y otros cuerpos que no son ni
nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar pábulo a los
distintos órganos de infinidad de seres rudimentarios. De no ser por la
necesidad de la vida rudimentaria, previa a la definitiva, no hubiera habido
cuerpos como éstos. Cada uno de ellos es ocupado por una variedad distinta de
criaturas orgánicas, rudimentarias, pensantes. En todas los órganos varían
según los caracteres del lugar ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas
criaturas que gozan de la vida definitiva —la inmortalidad— y conocen todos los
secretos, salvo uno, actúan y se mueven en todas partes por simple
volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas
cosas palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio,
sino el espacio mismo, ese infinito cuya inmensidad verdaderamente
sustancial se traga las estrellas al igual que sombras, borrándolas como no
entidades de la percepción de los ángeles.
P. —Usted dice que, «de no ser por la necesidad
de la vida rudimentaria», no hubiera habido estrellas. ¿Pero por qué esta
necesidad?
V. —En la vida inorgánica, así como
generalmente en la materia inorgánica, no hay nada que impida la acción de una única
y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y la materia (complejas,
sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de producir
un impedimento.
P. —Pero de nuevo, ¿qué necesidad había
de producir ese impedimento?
V. —El resultado de la ley inviolada es
perfección, justicia, felicidad negativa. El resultado de la ley violada es
imperfección, injusticia, dolor positivo. Por medio de los impedimentos que
brindan el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la vida
orgánica y de la materia, la violación de la ley resulta, hasta cierto punto,
practicable. Así el dolor, que es imposible en la vida inorgánica, es posible
en la orgánica.
P. —¿Pero cuál es el propósito benéfico
que justifica la existencia del dolor?
V. —Todas las cosas son buenas o malas
por comparación. Un análisis suficiente mostrará que el placer, en todos los
casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo es una
simple idea. Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta
ese mismo punto. No sufrir nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha
demostrado que en la vida inorgánica no puede existir dolor; de ahí su
necesidad en la orgánica. El dolor de la vida primitiva en la tierra es la
única garantía de beatitud para la vida definitiva en el cielo.
P. —Todavía hay una de sus expresiones
que me resulta imposible comprender: «la inmensidad verdaderamente sustancial»
del infinito.
V. —Ello es quizá porque no tiene usted
una noción suficientemente genérica del término «sustancia». No debemos
considerarla una cualidad, sino un sentimiento: es la percepción, en los seres
pensantes, de la adaptación de la materia a su organización. Hay muchas cosas
en la tierra que nada serían para los habitantes de Venus, muchas cosas
visibles y tangibles en Venus cuya existencia seríamos incapaces de apreciar.
Pero, para los seres inorgánicos, para los ángeles, la totalidad de la materia
indivisa es sustancia, es decir, la totalidad de lo que designamos «espacio» es
para ellos la sustancialidad más verdadera; al mismo tiempo las estrellas, en
lo que consideramos su materialidad, escapan al sentido angélico, de la misma
manera que la materia indivisa, en lo que consideramos su inmaterialidad, se
evade de lo orgánico.
Mientras el hipnotizado pronunciaba
estas últimas palabras con voz débil, observé en su fisonomía una singular
expresión que me alarmó un poco y me indujo a despertarlo en seguida. No bien
lo hube hecho, con una brillante sonrisa que iluminó todas sus facciones cayó
de espaldas sobre la almohada y expiró. Observé que, menos de un minuto
después, su cuerpo tenía toda la severa rigidez de la piedra. Su frente estaba
fría como el hielo. Parecía haber sufrido una larga presión de la mano de
Azrael. El hipnotizado, durante la última parte de su discurso, ¿se había
dirigido a mí desde la región de las sombras?
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