El
symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis
nervios. Me dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra.
Por ello, en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto,
se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la
cama.
Hablo,
claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas
con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy
aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a
dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de
diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene
que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy
dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se
refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren
imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo
así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no
quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y,
ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas,
¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi
tercer ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente,
seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto
después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta que
me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía
así:
Deje
usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y
agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he
obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen
de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas
y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y
usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a
las once de la noche.
Su
amigo, Ponnonner.
Cuando
llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo
un hombre. Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi
paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del
doctor.
Encontré
allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con
impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas
hube entrado comenzó el examen.
Aquella
momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur
Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas
líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región,
aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés
pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La
cámara de donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase
de datos; sus paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y
bajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño
indicaban la fortuna del difunto.
El
tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo
encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd.
Durante ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores
del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y
aquellos que saben cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no
robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de
nuestra buena fortuna.
Acercándome
a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y
dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos
al comienzo que había sido construida con madera (platanus), pero al
cortar un trozo vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier
mâché compuesto de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas
que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y
ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que
sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la
partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos —simplemente fonéticos— y
decirnos que componían la palabra Allamistakeo[1].
Nos
costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos
con una segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo
sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por
lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.
Al
abrirla —cosa que no nos dio ningún trabajo— llegamos a una tercera caja,
también en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y
emitía aún el peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda
y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.
Abierta
esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de
costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos
una especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada
y pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios
deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello
acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían
ser retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía
una inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual
repetía el nombre y títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus
parientes.
En
el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas
cilíndricas de vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban
imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo alado. La cintura estaba
ceñida por un cinturón o collar parecido.
Arrancando
el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que
no despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca,
lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según
nos pareció) habían sido extraídos y reemplazados por otros de vidrio, muy
hermosos y de extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban de una
manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente dorados.
Mr.
Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento
debía haberse efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un
instrumento de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, percibimos el
perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.
Revisamos
cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se
extraían las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de
nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia suelen encontrarse momias
que no han sido vaciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por
las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado; el cuerpo era
luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas,
hasta el momento del embalsamamiento propiamente dicho.
Como
no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba
ya sus instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de
la mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno hasta la noche
siguiente, y estábamos a punto de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una
o dos experiencias con la pila voltaica.
Si
la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo
menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo
bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y
nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y
trasladamos allí a nuestro egipcio.
Nos
costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal,
que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal
como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad
galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció
decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente
sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron
clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de
que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la
atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los
párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era
visible.
Lanzando
un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto
en discusión.
No
diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es
probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo
nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el
espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner.
Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse
invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de
negar que se había metido a gatas debajo de la mesa.
Pasado
el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la
experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho.
Practicamos una incisión en la zona exterior del os sesamoideum pollicis
pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la
batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un
movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla
derecha hasta ponerla casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna
con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo
por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una
catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.
Corrimos
en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría
de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor
científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento
sin desfallecer.
Siguiendo
su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz,
que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo
contacto con los alambres de la pila.
Moral
y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico.
En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo
rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero,
se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor
Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les
dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:
—Debo
decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta
de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre
estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr.
Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que
podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que han
residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su
lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales
amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca
de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma
en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o
cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima
helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido
y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la
nariz?
Nadie
dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso,
corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan
largos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de
conducta hubiera podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de
que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá
haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se
guía por la ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de
cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el
aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo efecto
aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de
nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía
fuese algo fuera de lo normal.
Por
mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a
correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor
Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a
la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las
patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el
dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.
El
egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto
despectivo y le dijo:
—¿Por
qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese
ese dedo de la boca!
Mr.
Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado
izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en
el ángulo derecho de la abertura antes mencionada.
Al
no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr.
Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr.
Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y si no
fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas,
me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma
original.
Aprovecharé
la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en
egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos
con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros
hablaban la lengua materna de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero no
pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes
modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se
veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar
determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en
cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en
la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con
los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás,
el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos
hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del
mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción
absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió
el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en
quitarse la peluca[2].
Se
comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente
sobre los grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las
momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de
todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia
llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una
insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar
con el examen proyectado.
Al
oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.
Pero
parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia —cuya
naturaleza no pude llegar a comprender— con respecto a la sugestión del orador.
Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la
mesa, estrechó las manos de todos los presentes.
Terminada
esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí
había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le
vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la
punta de la nariz.
Notóse
entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba
ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su
guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada
por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa
de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón
con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color
paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada
la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en
proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas
prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido
decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo
llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y
pedía cigarros y vino.
La
conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos
ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
—Hubiera
pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía mucho.
—¡Cómo!
—replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los
setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando
murió.
Siguieron
a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que
la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil
cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas
de Eleithias.
—Mi
observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de usted
en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es
usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su
propio testimonio, envuelto en betún.
—¿En
qué? —dijo el conde.
—En
betún —persistió Mr. Buckingham.
—¡Ah,
sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se
empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.
—Lo
que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor
Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil
años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.
—Si
hubiese estado muerto, como dice usted —replicó el conde—, lo más
probable es que continuara estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la
infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros
antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en estado de
catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía
estarlo; me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supongo que están
ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.
—¡De
ninguna manera!
—¡Ah,
ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero
debo decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la
suspensión indefinida de todas las funciones animales sometidas al
proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más amplio, incluyendo no
sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio
básico consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas
las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en
resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el
momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como
afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal
como me ven ustedes ahora.
—¡La
sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Ponnonner.
—Sí.
El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia
patricia muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa
sencillamente pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo
figurativamente.
—Pero,
¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
—Pues
bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las
entrañas del cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos
se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado
sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin ellos.
—Ya
veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras
son de la raza del Escarabajo.
—Sin
la menor duda.
—Yo
había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de los
dioses egipcios.
—¿Uno
de los qué egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.
—Uno
de los dioses —repitió el erudito.
—Mr.
Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde,
volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un
dios. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como
seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los
cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él
directamente.
Hubo
una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.
—A
juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las
catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e
igualmente vivas.
—Sin
la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por
accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados expresamente,
pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda,
continúan en sus tumbas.
—¿Sería
usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar
«expresamente»?
—Con
mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del
monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta
directa.
—Con
mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de
unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún
accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era
considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del
embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron
que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir
grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en
varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había
demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo,
llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y
luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro
tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos
quinientos o seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría
invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta
de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las
conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército
de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre
de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el
texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su
propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo
buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba
su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias
personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido
anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación
personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra
historia se convirtiera en una pura fábula.
—Perdóneme
usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano
sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo
interrumpirlo un instante?
—Ciertamente,
señor —replicó el conde.
—Tan
sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones
personales del historiador a las tradiciones referentes a su propio
tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
—Pues
bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se
encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser
reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna
circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.
—De
todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo
menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de
aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el
tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted,
se produjo hace tan sólo diez siglos.
—¡Caballero!
—exclamó el conde Allamistakeo.
El
doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera
después de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo
este último:
—Confieso
que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En mis
tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo
(o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo
que una vez —una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos
cierta remota insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa
misma persona empleó la palabra Adán (o sea tierra roja) que acaba de
emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la
generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como
nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente en
cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al
oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo
a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar
una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
—La
larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de
pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber
contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber.
Presumo, pues, que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias
científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los
yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.
—Debo
confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta un
tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo
nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías
frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego
de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que
demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían
florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese
perdido; así como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables
triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas,
capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.
Pregunté
al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto
desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole
preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes,
que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa
clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme
quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunœ.
Interrogué
entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general
sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas,
cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en
nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde,
se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos
microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras
pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en
descubierto de la manera más extraordinaria.
—¡Vaya
usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó, con enorme indignación por parte de
los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se
callara.
—¡Vaya
a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! —gritaba entusiasmado—. ¡O,
si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de
Washington!
Y
nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las
proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se
hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco
pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.
El
conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de
cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos
habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún
en pie en la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba
empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un
palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y
cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a
veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una
avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos,
de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a
recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las
siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el
interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que dentro del área
del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios
como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con
algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que,
después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas
maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la
magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la
había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se
había visto una cosa semejante.
Pregunté
entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles
Contestó
que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal
concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar
con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro,
sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos
de ciento cincuenta pies de altura.
Aludí
a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino
en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría
arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan
pequeño como el de Karnak.
Decidí
no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos
artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me
guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros
encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno
hacía muy poco.
Mencioné
entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me
preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se
ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de
cobre.
Esto
nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo
metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y
le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que
los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.
El
conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente
vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una
verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos
entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo
para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo
allí donde existía el sufragio ad libitum, y no había ningún rey.
Nos
escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía
muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás,
había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron
ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se
reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse.
Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a
la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los
quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron
creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la
superficie de la tierra.
Pregunté
el nombre del tirano usurpador.
El
conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No
sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los
egipcios sobre el vapor.
El
conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio
silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que
bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto
como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de
Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos
hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra
buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo
egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima
cuestión del vestido.
El
conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno
de los faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por
fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a
oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.
Recobramos
así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le
pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los
egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de
Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.
Esperamos
ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio
se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una
derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable
el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me
incliné secamente y salí.
Al
llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama.
Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando
esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no
volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad: estoy amargamente
cansado de esta vida y del siglo xix
en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad
por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y
bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por
un par de cientos de años.
Jajajaja, buenísimo!!
ResponderEliminarGracias por compartir!!