En la consideración de las facultades e
impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han
olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento
radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también
habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la
hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro
conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o
fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su
gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No
podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la
noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no
podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas,
ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran
medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y
el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar
designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a
gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus
innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos
determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los
designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos,
pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este
órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a
comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que
el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad.
Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la
constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una
tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este
ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con
razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en
principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a
partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los
propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido
más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que
el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace
ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende
obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo
lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?
Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de
comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera
llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la
acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de
un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil
sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin
objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,
podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones
actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón
puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para
ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente
irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la
equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza
irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible
tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en
ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo
sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos
hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente
provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la
falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la
frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra
salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y
así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se
sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún
principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso
de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se
manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se
hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de
señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las
preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.
No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en
algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de
torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el
desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es
breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por
brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la
cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que
puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo
pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el
anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y
mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es
consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe
ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más
importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas.
Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación
de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser
emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta,
salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin
comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más
impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de
ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa
por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La
última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la
violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la
sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra
es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra
felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había
atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna.
Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio.
Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es
retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta
graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de
sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra
forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una
noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere
consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de
leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que
hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es
simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz
caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por
la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las
más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás
se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos
con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por
eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de
una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un
precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de
pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino
apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos
hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el
súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras
similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las
perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más
acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad
considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida
puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo
mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de
estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan
prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais
considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables
víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido
preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los
medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance
de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré
el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de
una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi
imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía
también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito
fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles
artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la
vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo
hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por
la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien
durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser
descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé
huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme
sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción
que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un
período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me
proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales
derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el
sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en
una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía
librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más
bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos
compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí
misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me
descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la
frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las
calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras
acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a
salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí
que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de
estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto
esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates.
Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar
el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera
sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para
sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez
más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con
todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror,
pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación,
era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles
atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la
consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría
hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por
el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté
todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún
demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El
secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación
clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una
interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban
al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario
para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo
estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?
Interesante obra de Poe, de remordimiento,agobio emocional y estupidez, en ocasiones se confiesan culpas no solo por perversidad sino por jactancia y orgullo egocéntrico...
ResponderEliminarque interesante relato sobre la naturaleza dual del humano
ResponderEliminarMe llama la atención como describe la perversidad. Me recordó el caso del asesino del cine durante la función de Batman y de qué forma su mente perversa pudo haber trabajado para planear el acto. Me quedo con esta maravillosa frase: "No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él."
ResponderEliminar