(Ex director del Goosetherumfoodle)
Dado
que mis años van en aumento y, según tengo entendido, tanto Shakespeare como
Mr. Emmons fallecieron alguna vez, no es imposible que hasta yo tenga que
morir. He pensado, pues, que bien podía retirarme del campo de las letras y
dormir en mis laureles. Pero ansío dejar señalada mi abdicación del cetro
literario con algún importante legado a la posteridad, y quizá nada mejor para
ello que narrar la historia de los primeros tiempos de mi carrera. Tanto y tan
constantemente ha brillado mi nombre ante los ojos del público, que no sólo
estoy dispuesto a admitir lo natural de ese interés universalmente provocado,
sino a satisfacer la extrema curiosidad que inspiró siempre. Por lo demás,
constituye un deber de aquel que ha llegado a la grandeza dejar en su ascenso
los hitos necesarios para guiar a los otros que ascenderán a su vez. Me
propongo, pues, detallar en este artículo (que estuve a punto de titular «Datos
para servir a la historia literaria de Norteamérica») esos importantes, aunque
débiles y vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga al
pináculo del renombre humano.
Superfluo
sería hablar demasiado de nuestros ascendientes muy remotos. Mi padre, Thomas
Bob, Esq., mantúvose muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de
barbero en la ciudad de Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los
principales del lugar, y especialmente de los pertenecientes al cuerpo
periodístico —cuerpo que provoca en todas partes profunda veneración y
respeto—. Por mi parte, contemplábalos yo como a dioses, y bebía ávidamente el
opulento ingenio y la sabiduría que continuamente fluía de sus augustas bocas
durante el desarrollo del proceso conocido por «jabonadura». Mi primer momento
de verdadera inspiración data de aquella época memorable, cuando el brillante
director del Gad-fly, en los intervalos del importante proceso
mencionado, recitó en alta voz, ante un cónclave formado por nuestros
aprendices, un inimitable poema en honor del «Único genuino Aceite de Bob» (así
llamado por el nombre de su talentoso inventor, mi padre), y recibió por
aquella efusión una generosa y real recompensa de la firma Thomas Bob &
Compañía, comerciantes barberos.
El
genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez
el divino afflatus. Inmediatamente resolví llegar a ser un gran hombre,
comenzando para ello por ser un gran poeta. Aquella misma noche caí de hinojos
a los pies de mi padre.
—¡Padre,
perdóname —dije—, pero mi alma está por encima de la espuma de jabón! Tengo el
firme propósito de marcharme del negocio. Quiero ser director... quiero ser
poeta... quiero escribir estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a
ser grande!
—Querido
Thingum —repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente rico así
llamado)—, querido Thingum —agregó, levantándome por las orejas—, Thingum,
muchacho, eres un real mozo, y gracias a tus padres has recibido un alma.
Además, como tu cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace
tiempo que lo vengo notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado.
Pero la profesión ha perdido su caballerosidad, y la de político no da para
gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio de director de periódico es
lo mejor, y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo son la mayoría de
los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un tiro.
Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma,
tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo
que no pretenderás nada más.
—¡Sería
un ingrato y un villano si tal pretendiera! —repuse entusiasmado—. Tu
generosidad es ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un
genio!
Terminó
así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré con
todo celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales
esperanzas para elevarme hasta la cátedra de la dirección periodística.
En
mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de
Bob» eran más un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de
iluminarme me mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es
natural, que descorazonarme si la comparaba con mis propios abortos; por lo
cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin nació en mi mente una de esas ideas
exquisitamente originales que alguna que otra vez invaden el cerebro de un
hombre de genio. Hela aquí —o, más bien, he aquí la forma en que la llevé a la
práctica—. En una vetusta librería situada en los aledaños de la ciudad
desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me
vendió por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de
una obra llamada Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un
largo pasaje acerca de un individuo llamado Ugolino, que tenía varios
chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras de teatro del
tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo
modo y con idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles»,
«sacerdotes bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y muchos más. De un
tercero, que era obra de un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede
pretender que me acuerde en detalle de cada insignificancia), extraje unos
cincuenta versos que empezaban hablando de «la cólera de Aquiles», de «grasa» y
otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era también obra de un ciego,
elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz»», y aunque me pregunto
qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos aquellos
versos eran bastante buenos a su manera.
Luego
que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un
hermoso, sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados,
los envié respectivamente a las cuatro principales revistas literarias,
solicitando su rápida publicación y pronto pago. Pero el resultado de este bien
concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado tantos disgustos en el futuro)
sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a ciertos directores, y
dio el coup de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes esperanzas
(como dicen en la ciudad de los trascendentales)[2].
La
cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr.
«Oppodeldoc» en sus «Respuestas Mensuales a los Colaboradores». El Hum-Drum lo
hizo de la siguiente manera:
«Oppodeldoc
(sea
quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a quien llama
“Ugolino’, padre de muchos hijos que merecían una buena azotaina y que los
mandaran a la cama sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo,
por no decir chato. Oppodeldoc (sea quien sea) carece por completo de
imaginación, y la imaginación, según pensamos humildemente, no sólo es el alma de
la poesía, sino su corazón.
Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia de exigirnos “rápida
publicación y pronto pago” de su chachara. Jamás publicamos ni adquirimos
colaboraciones de esa estofa. No cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil
encontrar comprador para todos los disparates que garrapatee, en las
redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del Goosetherumfoodle.»
Preciso
es reconocer que todo esto era sumamente severo para «Oppodeldoc», pero el
rasgo más cruel consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas.
¡Qué mundo de amargura no está contenido en esas seis letras preeminentes!
Pero
«Oppodeldoc» era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se
expresaba así:
«Hemos
recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea
quien sea) se firma “Oppodeldoc”, profanando así la grandeza del ilustre
emperador romano de ese nombre. Acompañando la carta de “Oppodeldoc” (sea quien
sea) encontramos abundantes versos tan campanudos como repelentes e ininteligibles,
que hablan de “ángeles y ministros bendicientes”, y que sólo insanos como un
Nat Lee[3]
o un “Oppodeldoc” son capaces de perpetrar. Y por esta hojarasca de hojarascas
se pretende que “paguemos prontamente”. ¡No, señor, no! No pagamos cosas semejantes.
Diríjase usted al Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle.
Dichos periódicos aceptarán sin duda alguna cualquier desperdicio
literario que se le ocurra enviarles, y también sin duda alguna prometerán pagarlo.»
Esto
era muy amargo, por cierto, para el pobre «Oppodeldoc», pero en este caso el
peso de la sátira caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el
Goosetherumfoodle, a quienes se calificaba ácidamente de «periódicos» (y en
itálicas, para colmo), cosa que debió de herirlos en pleno corazón.
Apenas
menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:
«Cierto
individuo que se goza en hacerse llamar “Oppodeldoc” (¡a qué bajos usos se
aplican a veces los nombres de los muertos ilustres!) nos ha hecho llegar
cincuenta o sesenta versos que comienzan de esta manera:
La
cólera de Aquiles, para Grecia calamitosa fuente
de
innumerables males, etc., etc.
»Informamos
respetuosamente a Oppodeldoc (sea quien sea) que no hay en nuestra casa un solo
aprendiz que no componga cotidianamente mejores versos. Los de
Oppodeldoc no se pueden escandir. Oppodeldoc debería aprender a contar.
Pero lo que va más allá de nuestra comprensión es cómo se le puede haber
ocurrido la idea de que nosotros (¡nosotros, nada menos!) deshonraríamos
nuestras páginas con sus inefables disparates. Semejantes garrapateos son
apenas buenos para figurar en el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle,
que no vacilan en publicar, como si fueran grandes novedades, los versos
que todos sabíamos de niños. Y “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el coraje de
pretender que le paguemos sus ñoñerías. ¿No sabe acaso que ninguna paga sería
suficiente para que publicáramos sus engendros?»
Mientras
leía todo esto me iba sintiendo cada vez más pequeño y, cuando llegué a la
parte donde el director se burlaba del poema calificándolo de verso, apenas
sobrepasaba del nivel del suelo. En cuanto a «Oppodeldoc», comencé a sentir
compasión por el pobre diablo. Pero el Goosetherumfoodle mostró aún
menos piedad que el Lollipop, si ello era posible, al decir:
«Un
lamentable poetastro que firma “Oppodeldoc” ha sido lo bastante tonto para
imaginar que le publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan bombástica como
incoherente que nos ha remitido, y que comienza con el siguiente verso más o
menos inteligible:
¡Salve,
santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!
»Decimos
“más o menos inteligible”; pero Oppodeldoc (sea quien sea) tendrá la bondad de
explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa[4].
Siempre lo consideramos lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la
lluvia solidificada puede ser al mismo tiempo luz santa (sea lo que sea) y
progenie? Pues, si algo sabemos de inglés, progenie sólo se usa apropiadamente
al referirse a niños de unas seis semanas de edad. Pero sería ridículo seguir
comentando esta absurdidad, pese a que “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el
cinismo incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus ignorantes
delirios, sino que además... ¡se los pagaremos!
»Esto
es verdaderamente admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven
escritorzuelo por su egotismo, publicando sus efusiones verbatim et
literatim, tal como las ha escrito. Ningún castigo podría ser más severo, y
bien se lo infligiríamos, si no quisiéramos evitar el hastío consiguiente para nuestros
lectores.
»Que
“Oppodeldoc” (sea quien sea) envíe sus futuras “composiciones” al Hum-Drum, al
Lollipop o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No
hacen otra cosa en cada número que sacan. Sí, mejor es que se las envíe
a ellos. NOSOTROS no nos dejamos insultar impunemente.»
Esto
acabó conmigo, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop,
jamás pude comprender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres
más pequeños, con miñonas (y ahí estaba la ofensa, al insinuar su inferioridad,
su bajeza), mientras NOSOTROS aparecía mirándolos desde lo alto de sus
mayúsculas... ¡oh, era demasiado duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo hubiera
pertenecido a uno de aquellos periódicos no hubiera escatimado esfuerzo para
llevar a los tribunales al Goosetherumfoodle. Habría podido basarme para
ello en la ley destinada a «prevenir la crueldad contra los animales». En
cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la paciencia con
respecto a él, y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un
estúpido (fuere quien fuese), y merecía todos los puntapiés que acababa de
recibir.
El
resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer
lugar, de que «la honestidad es la mejor política», y, en segundo, que si yo era
incapaz de escribir mejor que Mr. Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja
camarilla, por lo menos me resultaría difícil escribir peor que ellos. Recobré
el ánimo, pues, decidiéndome a lograr por fin algo «completamente original»,
como dicen en las cubiertas de las revistas, a costa de cualquier esfuerzo y
estudio. Una vez más coloqué ante mis ojos como modelo las brillantes estrofas
del «Aceite de Bob», escritas por el director del Gad-fly, y resolví
fabricar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la escrita.
Mi
primer verso no me costó trabajo. Decía así:
Exaltar
en una oda el «Aceite de Bob»...
Luego
de revisar mi diccionario en procura de todas las rimas adecuadas para «Bob»,
me resultó imposible seguir adelante. Acudí entonces a la ayuda paterna y,
después de varías horas de madura reflexión, mi padre y yo finalizamos el
siguiente poema:
Exaltar
en una oda el «Aceite de Bob»
Vale
por todas las angustias de Job.
(Firmado)
Snob
No
hay duda de que esta composición no era muy extensa, pero aún «me queda por
aprender», como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de
una obra literaria tiene algo que ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas
que hace la Quarterly del «esfuerzo sostenido», me resulta imposible
encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien considerado, quedé satisfecho
con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era decidir su
destino. Mi padre sugirió que lo mandase al Gad-fly, pero dos razones me
lo impedían: los celos del director y la seguridad de que no pagaba las
colaboraciones. Por eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las más
dignas columnas del Lollipop y esperé los resultados con ansiedad, pero
con resignación.
En
el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas,
como si fuera el editorial, precedido por las siguientes significativas
palabras, en itálicas y entre corchetes:
[Señalamos
a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen acerca
del «Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su pathos: imposible
leerlas sin verter lágrimas. Aquellos que han padecido las tristes
consecuencias de que la pluma de ganso del director del Gad-Fly osara
profanar el mismo augusto tema, harán bien en comparar las dos composiciones.
P.
S.- Nos consume la ansiedad por develar el misterio que envuelve el seudónimo «Snob» ¿Podemos
esperar una entrevista personal?]
Todo
esto era estrictamente justo, pero confieso que excedía lo que había esperado;
lo reconozco, téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la
humanidad. De todas maneras no perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop,
y tuve la buena suerte de que dicho caballero se hallara en casa.
Saludóme con aire de profundo respeto, ligeramente teñido de paternal y
protectora admiración, ocasionada sin duda por mi aire extremadamente joven e
inexperto. Rogándome que tomara asiento, púsose a hablar inmediatamente sobre
mi poema... pero la modestia me veda repetir los mil cumplidos que derramó
sobre mí. Los elogios de Mr. Crab (pues tal era el nombre del director) no
fueron sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con gran libertad y
conocimiento, sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes,
circunstancia esta última que lo elevó grandemente en mi estima. Como es
natural, el Gad-fly fue puesto sobre el tapete, y espero no verme jamás
sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan humillantes como
los que Mr. Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación. Habíame
acostumbrado a considerar al director del Gad-fly como a un ser
sobrehumano, pero Mr. Crab no tardó en quitarme esa idea. Tanto el aspecto
literario como el personal de la Mosca[5]
—así calificaba satíricamente a su rival— fueron expuestos a su verdadera luz.
La Mosca no valía nada. Había escrito cosas infames. Era un escritorzuelo de a
un centavo la línea. Era un malvado. Había compuesto una tragedia que hizo
morir de risa a todo el país, y una farsa que sumió el mundo en lágrimas. Fuera
de esto, había tenido la imprudencia de publicar un panfleto contra él (Mr.
Crab) y la temeridad de calificarlo de «asno». Si en cualquier momento deseaba
yo expresar mi opinión sobre Mr. Mosca, las páginas del Lollipop quedaban
ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro que el Gad-fly me
atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el «Aceite de
Bob»; pero Mr. Crab tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados
y personales. Y si yo no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal,
no sería culpa suya.
Habiendo
hecho Mr. Crab una pausa en su discurso (cuya última parte me resultó imposible
de comprender), me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía
merecer por mi poema, puesto que en la cubierta del Lollipop figuraba
habitualmente una noticia según la cual la revista «insistía en que se le
permitiera pagar precios exorbitantes por todas las colaboraciones aceptadas,
gastando con frecuencia más dinero en un solo y breve poema que el costo anual
combinado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle».
Apenas
hube mencionado la palabra «remuneración», Mr. Crab abrió mucho los ojos,
todavía más la boca, llegando a adquirir la apariencia de un pato viejo
extremadamente agitado en el momento de graznar. Quedóse así, llevándose una
que otra vez las manos a la frente, como si pasara por una crisis de terrible
desconcierto y no cambió de actitud hasta que hube terminado lo que tenía que
decir.
Instantáneamente
se hundió hasta lo más hondo de su asiento, como si le faltaran las fuerzas,
mientras los brazos le colgaban inertes y su boca continuaba invariablemente
abierta a la manera del pato. Mientras lo contemplaba mudo de estupefacción por
una conducta tan alarmante, Mr. Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia
la campanilla, pero cuando aferraba el cordón pareció cambiar de idea, pues se
sumergió debajo de la mesa y volvió a aparecer con un garrote. Levantábalo ya
(con finalidades que no podría explicar), cuando repentinamente se difundió en
su rostro una benigna sonrisa, y volvió a sentarse plácidamente a mi lado.
—Señor
Bob —dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en persona)— ,
supongo que es usted un hombre joven... muy joven.
Asentí,
añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.
—¡Ah,
perfectamente! —exclamó—. Ya veo, ya veo... ¡no diga usted más! Con respecto a
ese asunto de la remuneración, lo que ha dicho es muy justo... casi diría que
demasiado. Pero... ejem... la primera colaboración... repito, la
primera... ninguna revista tiene por costumbre pagarla, ¿comprende usted?
Para decirle la verdad, en ese caso los recipientes somos nosotros. (Mr.
Crab sonrió con blandura al enfatizar la palabra.) En la mayoría de los casos se
nos paga para que publiquemos una primera composición... sobre todo si es
en verso. En segundo lugar, señor Bob, la revista tiene por norma no
desembolsar jamás lo que en Francia se denomina argent comptant... Supongo
que me entiende usted. Tres o seis meses después de la publicación del artículo...
o un año o dos más tarde... no tenemos inconvenientes en librar un pagaré a
nueve meses; siempre, claro está, que podamos disponer nuestros negocios de
manera de estar seguros de liquidarlo en seis. Espero sinceramente, señor Bob,
que considerará usted satisfactoria esta explicación.
Mr.
Crab guardó silencio con lágrimas en los ojos.
Herido
en lo más hondo del alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un
dolor a una persona tan sensible, me apresuré a pedirle disculpas, asegurándole
que coincidía en todo con su punto de vista y que apreciaba perfectamente lo
delicado de su situación. Y luego de manifestar todo esto en un discurso claro
y conciso, me despedí de Mr. Crab.
Poco
tiempo más tarde, una hermosa mañana «me desperté y supe que era famoso»[6].
La extensión de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de
los editoriales del día. Como se verá, dichas opiniones hallábanse incluidas en
las reseñas críticas del número de Lollipop, donde había aparecido mi
poema, y eran tan satisfactorias y concluyentes como diáfanas, con la excepción
quizá de las marcas jeroglíficas Sep. 15-1 t, agregadas a cada una de
dichas reseñas.
El
Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y
ponderado de sus decisiones literarias, hablaba como sigue:
«¡El
Lollipop! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los
anteriores, desafiando toda competencia. En la belleza de su tipografía y su
papel, en el número y excelencia de sus grabados al acero, así como en el
mérito literario de sus colaboraciones, el Lollipop está tan por encima
de sus lerdos rivales como Hiperión de un sátiro. Cierto es que el Hum-Drum,
el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle descuellan en
fanfarronería; pero, para todo el resto, ¡que nos den el Lollipop! No
llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus
enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una circulación de 100.000
ejemplares, y que su lista de suscriptores ha aumentado en un cuarto a lo largo
del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa continuamente en
pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que Mr. Slyass ha recibido
no menos de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre
“Cerdos”. Con Mr. Crab en la dirección, y con colaboradores tales como Snob y
Slyass, la palabra “fracaso” no existe para Lollipop. ¡Suscríbase usted!
Sep. 15-1 t»
Debo
confesar que me sentí muy contento con una reseña tan cordial proveniente de un
periódico respetable como el Owl. Que mi nombre —es decir, mi nom de
guerre— apareciera colocado antes que el del gran Slyass, me pareció un
cumplido tan feliz como merecido.
De
inmediato llamáronme la atención los siguientes párrafos del Toad, periódico
altamente distinguido por su rectitud e independencia, y por prescindir de toda
sicofancia y servilismo hacia los que ofrecen convites. Decía así:
«El
Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas,
sobrepasándolos infinitamente por el esplendor de su presentación y la riqueza
de su contenido. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle
se destacan, cabe reconocerlo, en la fanfarronería, pero en todo el resto
que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, cómo esta revista
consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de
200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un tercio
durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa
mensualmente para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos
oído decir que el señor Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por
su reciente “Monodia en un charco de barro”.
»Entre
los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director
Mr. Crab) a escritores como Snob, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo
más valioso nos parece una gema poética de Snob sobre el “Aceite de Bob”; pero
nuestros lectores no deben suponer por el título de este incomparable bijou que
tiene la menor similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo tema, de los
cuales es autor cierto despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse
ante personas delicadas. Este poema sobre el “Aceite de Bob” ha
provocado general curiosidad sobre el verdadero nombre de aquel que se oculta
bajo el seudónimo de “Snob”. Afortunadamente, estamos en condiciones de
satisfacer dicha ansiedad. “Snob” es el nom de plume del señor Thingum
Bob, de esta ciudad, pariente del gran Mr. Thingum (de quien deriva su nombre),
y vinculado con las más ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob,
Esq., es un opulento comerciante de Smug. Sep. 15-1 t.»
Esta
generosa aprobación me tocó en lo más hondo, especialmente por emanar de una
fuente tan reconocida, tan proverbialmente pura como el Toad. Consideré
que la palabra «garrapateo» aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-fly, era
notablemente apropiada y punzante. Sin embargo, las palabras «gema» y bijou referidas
a mi composición me parecieron un tanto débiles. Me daban la impresión de
carecer de la fuerza suficiente. No estaban lo bastante prononcés (como
decimos en Francia).
Apenas
había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un
ejemplar del Mole, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza
de su percepción de las cosas en general y el estilo abierto, honesto y elevado
de sus editoriales. El Mole hablaba del Lollipop como sigue:
«Acabamos
de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura
de una revista nos proporcionó una felicidad tan suprema. Hablamos con
conocimiento de causa. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle
deberían cuidar sus laureles. Estos periódicos, sin duda alguna, sobrepujan
a cualquiera en la vocinglería de sus pretensiones, pero para todo el resto que
nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta
revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una
circulación de 300.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado
al doble en la última semana; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa
mensualmente para el pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De
buena fuente sabemos que Mr. Fatquack recibió no menos de sesenta y dos
centavos y medio por su última narración familiar “El paño de cocina”.
»Los
colaboradores de este número son Mr. Crab (el eminente director), Snob,
Mumblethumb, Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones
del director, preferimos la efusión adamantina de la pluma de un poeta naciente
que escribe con el seudónimo de “Snob”, nom de guerre que, lo
profetizamos, extinguirá algún día la radiación del de “Boz”[7].
Según hemos oído, “Snob” es el señor Thingum Bob, Esq., único heredero de un
acaudalado comerciante de esta ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente cercano del
distinguido Mr. Thingum. El título del admirable poema de Mr. Bob alude al
“Aceite de Bob”, y por cierto que se trata de un desdichado nombre, ya que un
despreciable vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya
a la ciudad con sus garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo,
de que ambas composiciones puedan ser confundidas. Sep. 15—1 t.»
La
generosa aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi
alma de satisfacción. Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos
«despreciable vagabundo» podrían haber sido sustituidos ventajosamente por
«odioso y despreciable villano, miserable y vagabundo». Pienso que esto hubiera
sonado de manera más graciosa. «Adamantino»; además, expresaba
insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el Mole de la
brillantez del «Aceite de Bob».
Aquella
misma tarde en que leí las reseñas llegó a mis manos un ejemplar del Daddy-Long-Legs,
periódico proverbial por la amplísima latitud de sus apreciaciones. En él
encontré lo siguiente:
«¡Lollipop!
Esta
rutilante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda cuestión de
preeminencia queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería
completamente ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle
hicieran cualquier otro espasmódico esfuerzo por competir con ella. Dichas
revistas podrán sobrepasar al Lollipop en vocinglería, pero en todo el
resto que nos den el Lollipop. Cómo esta celebrada revista puede
sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de nuestra
comprensión. Es cierto que tiene una circulación de medio millón de ejemplares
y que su lista de suscriptores ha aumentado en un setenta y cinco por ciento en
los dos últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en concepto de
pago a los colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle
Cribalittle recibió no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último
y valioso cuento revolucionario titulado “El saltamontes de la ciudad de York y
el saltacolinas de Bunker Hill”.
»Las
contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes
del director (el eminente Mr. Crab), pero hay además magníficas colaboraciones,
tales como las de “Snob”, Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mrs. Cribalittle,
Mumblethumb, Mrs. Squibalittle y, finalmente, aunque no el último, Fatquack.
Puede muy bien desafiarse al mundo entero a que produzca semejante galaxia de
genios.
»El
poema firmado por “Snob” está logrando elogios universales, pero es nuestro
deber afirmar que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta
obra maestra de elocuencia y de arte se titula “El Aceite de Bob”. Uno o dos de
nuestros lectores recordarán quizá, aunque con profundo desagrado, un poema (?)
de igual título, perpetrado por un miserable escritorzuelo matón y pordiosero a
la vez, que, según tenemos entendido, trabaja como pinche en uno de los
indecentes periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les pedimos
encarecidamente que no confundan ambas composiciones. El autor del “Aceite de
Bob”, según tenemos entendido, es Mr. Thingum Bob, Esq., caballero de vastos
talentos y profundos conocimientos. “Snob” es tan sólo un nom de guerre.
Sep. 15-1 t.»
Apenas
si pude contener mi indignación cuando llegué a la parte final de esta
diatriba. Era claro como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir
la gentileza) con que el Daddy-Long-Legs aludía a ese cerdo, el director
del Gad-Fly, sólo podía nacer de su parcialidad hacia el mismo y de la
clara intención de exaltar su reputación a expensas de la mía. Cualquiera podía
darse cuenta con los ojos entornados de que si la verdadera intención del Daddy
hubiese sido la que pretendía, hubiese podido expresarla perfectamente en
términos más directos, más punzantes y muchísimo más apropiados. Las palabras
«escritorzuelo», «pordiosero», «pinche» y «matón» eran epítetos tan
intencionalmente inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada
aplicados al autor de las estrofas más innobles escritas por un miembro de la
raza humana. Todos sabemos muy bien lo que quiere decir «condenar con fingidos
elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí el encubierto
propósito del Daddy... vale decir glorificar mediante débiles insultos?
Pero
lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En
cambio sí lo era lo que decía de mí. Después de la nobilísima manera con
que el Owl, el Toad y el Mole se habían expresado acerca
de mis aptitudes, resultaba insoportable que un diarucho como el Daddy-Long-Legs
se refiriera fríamente a mí calificándome tan sólo de «caballero de vastos
talentos y profundos conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente me resolví a
obtener excusas por escrito o llevar las cosas a otro terreno.
Imbuido
de este propósito, busqué un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el
director del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado
señaladas muestras de consideración, decidí solicitar su asistencia.
Jamás
he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y
actitud con las cuales escuchó Mr. Crab la explicación de mis intenciones. Una
vez más representó la escena del cordón de la campanilla y el garrote, sin
omitir el pato. En un momento dado creí que iba realmente a graznar. Pero su
acceso cedió como la vez anterior, y se puso a hablar y a obrar de manera racional.
Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío, y me disuadió de que lo
enviara, aunque fue lo bastante sincero como para admitir que el Daddy-Long-Legs
se había equivocado lamentablemente, sobre todo en lo referente a los
epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos».
Hacia
el final de la entrevista, Mr. Crab, que parecía interesarse paternalmente por
mí, sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y al mismo tiempo
aumentar mi reputación si de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop.
Supliqué
a Mr. Crab que me dijera quién era Mr. Thomas Hawk y de qué manera tendría yo
que hacer su papel.
Mr.
Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose
de un profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las
palabras «Thomas Hawk» para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la
verdadera forma era Tommy Hawk, es decir, tomahawk, y que la expresión
«hacer de tomahawk» significaba escalpar, intimidar y, en una palabra, moler a
palos al rebaño de los autores del momento.
Aseguré
a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer
de Thomas Hawk. En vista de lo cual Mr. Crab me propuso liquidar inmediatamente
al director del Gad-fly empleando el estilo más feroz que me fuera
posible y dando la suma de mis posibilidades. Así lo hice sin perder un
instante, escribiendo una reseña del «Aceite de Bob» (el original) que ocupaba
treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de Thomas
Hawk me resultó una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar, pues me
confié completamente a un sistema, y la cosa resultó de una facilidad
extraordinaria. He aquí cómo procedía. En un remate compré ejemplares baratos
de los Discursos de Lord Brougham, las obras completas de Cobbett, el
diccionario del nuevo slang, el Arte de desairar, El aprendiz de
insultos (edición infolio) y La lengua, por Lewis G. Clarke.
Procedí a cortar dichos volúmenes con una almohaza y luego, colocando las tiras
en una sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como
decente (apenas nada), reservando las frases duras, que arrojé a un gran
pimentero de hojalata con agujeros longitudinales, por los cuales podía salir
una frase entera sin que sufriera el menor daño. La mezcla quedaba entonces
pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk untaba un pliego con
clara de huevo de ganso; luego, desgarrando la obra que debía reseñar en la
misma forma en que había desgarrado previamente los libros (sólo que con más
cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la
pimentera, donde se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al
recipiente y dejaba caer la mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba
en pegarse. El efecto que lograba era bellísimo de contemplar. Era cautivante.
Por cierto que las reseñas que obtuve mediante este simple expediente jamás han
sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al principio, a causa de mi
timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por cierta
inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que
presentaba la composición. No todas las frases coincidían (como decimos
en anglosajón). Muchas eran sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas
arriba; y estas últimas sufrían siempre en su eficacia a causa de dicho
accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis Clarke, los cuales eran
tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición en que
quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o
de pie.
Resulta
un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después
de la publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más
razonable es que lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció
instantáneamente de la superficie terrestre y nadie ha vuelto a saber nada de
él.
Cumplida
satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las furias, me convertí de golpe en
el favorito de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones
de Thomas Hawk del Lollipop, y como, por el momento, no podía pagarme
sueldo, me permitió que usara a discreción de sus consejos.
—Querido
Thingum —me dijo cierta noche después de cenar—. Respeto sus talentos y lo amo
como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop.
Entretanto, haré de usted un hombre... Lo prometo, siempre que siga mis
consejos. La primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo
cargoso.
—¿A
quién? —pregunté.
—A
su padre.
—¡Ah!
Comprendo lo de cargoso, en efecto.
—Tiene
usted que hacer fortuna, Thingum —continuó Mr. Crab—, y su padre es como una
rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.
Yo
saqué el cuchillo.
—Debemos
cortarla —agregó Mr. Crab— de una vez por todas y para siempre. Ese viejo es
una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o
algo por el estilo.
—¿Qué
diría usted —sugerí modestamente— de darle primero los puntapiés, luego los
bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?
Mr.
Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:
—Pienso,
señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y que
está muy bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de
pelar, y por eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las
operaciones sugeridas, sería aconsejable que procediera a ponerle los ojos
negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa como completa, a fin de que no
pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego de esto, no creo que
sea necesario nada más. De todos modos... bien podría revolearlo una o dos
veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana
siguiente bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de
un asalto.
Me
sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se
traslucían en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo
inmediatamente a la práctica. Como resultado del mismo, me libré del viejo
cargoso y comencé a sentirme un tanto independiente y con aires de caballero.
Lo malo era que la falta de dinero me afectó mucho las primeras semanas, pero
después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí cómo tenía que manejar la
cosa. Nótese que digo «la cosa», pues estoy informado de que la palabra latina
correspondiente es rem. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de latín,
¿podría decirme alguien el significado de quocumque y el de modo?
Mi
plan era extremadamente sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta participación
en la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba
terminada así, y el dinero entraba en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas
cosillas insignificantes por hacer con posterioridad, pero no formaban parte
del plan, sino que eran su consecuencia. Por ejemplo, compré pluma, tinta y
papel y los puse en furiosa actividad. Habiendo completado un artículo en esta
forma, lo titulé: FOL LOL, por el autor de «Aceite de Bob», y la
remití al Goosetherumfoodle. Pero, como esta revista lo declarara
«disparate» en sus «Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título
del artículo por el de: MANTANTIRULIRULÁ, por THINGUM BOB, Esq., autor de la
Oda sobre el «Aceite de Bob» y director de «The Snapping-Turtle». Así
enmendado, volví a enviarlo al Goosetherumfoodle, y mientras esperaba la
respuesta publiqué diariamente en The Snapping-Turtle seis columnas de
lo que cabe calificar de investigación filosófica y analítica de los méritos
literarios del Goosetherumfoodle, así como de la persona de su director.
Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió que, para su
equivocación, había confundido un estúpido artículo titulado
«Mantantirulirulá», compuesto por algún ignorante anónimo, con una gema de
resplandeciente brillo que respondía al mismo título y que era obra de Thingum
Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob». El Goosetherumfoodle lamentaba
sinceramente «este muy natural accidente», y prometía que el verdadero
«Mantantirulirulá» sería publicado en el número siguiente de la revista.
La
verdad es que pensé, realmente pensé, lo pensé en el momento, lo pensé
entonces y no tengo razón para pensar de otro modo ahora, que el Goosetherumfoodle
se había equivocado de veras. Con las mejores intenciones del mundo, jamás
he conocido nada capaz de tantas equivocaciones como esa revista. A partir de
ese día empecé a tomarle simpatía, y el resultado fue que no tardé en
comprender la profundidad de sus méritos literarios, y no dejé de explayarme
sobre ellos en The Snapping-Turtle, toda vez que se me presentaba
oportunidad. Y cabe considerar como una coincidencia muy peculiar, como una de
esas muy notables coincidencias que hacen pensar seriamente a un hombre,
que esa total modificación de mis opiniones, que ese completo bouleversement
(como decimos en francés), que ese absoluto trastocamiento (si se me
permite emplear este término más bien enérgico de los choctaws) entre mis
opiniones, por una parte, y las Goosetherumfoodle, por la otra, volviera
a producirse, a breve intervalo y en condiciones similares, entre el Rowdy-Dow
y yo y entre el Hum-Drum y yo.
Fue
así como, por un golpe maestro de genio, consumé finalmente mis triunfos
llenándome los bolsillos de dinero, y así también como principió, según cabe
afirmarlo verdadera y noblemente, esa brillante y fecunda carrera que me hizo
ilustre y que hoy me permite decir con Chateaubriand: «He hecho historia» (J’ai
fait l’histoire).
Sí,
he hecho historia. Desde aquella radiante época que acabo de consignar, mis
acciones y mi trabajo son propiedad del género humano. El mundo entero los
conoce. Inútil me parece, pues, detallar cómo, remontándome rápidamente, me
convertí en heredero del Lollipop, cómo uní esta revista con el Hum-Drum
y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow, combinando las tres
publicaciones; cómo, finalmente, hice una oferta al único rival remanente y
reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista,
conocidas en todas partes con el nombre de Rowdy-Dow, Lollipop, Hum-Drum y
Goosetherumfoodle.
Sí.
He hecho historia. Mi fama es universal. Se extiende hasta los más alejados
confines de la tierra. No puede usted abrir un periódico sin encontrar en él
alguna alusión al inmortal THINGUM BOB. Mr. Thingum Bob dijo esto, Mr. Thingum
Bob escribió aquello y Mr. Thingum Bob hizo lo de más allá. Pero soy modesto y
expiro con el corazón lleno de humildad. Después de todo, ¿qué es ese algo
indescriptible que los hombres persisten en llamar «genio»? Coincido con Buffon
y con Hogarth: no es más que asiduidad.
¡Contempladme!
¡Cuánto trabajé, cuánto bregué, cuánto escribí! ¡Oh dioses, lo que habré
escrito! Siempre ignoré la palabra «facilidad». De día no me apartaba de mi
mesa y de noche, pálido estudiante, veía consumirse la bujía. Deberíais haberme
visto; sí, deberíais. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda.
Me sentaba hacia adelante. Me sentaba hacia atrás. Me sentaba tête baissée (como
dicen los kickapoos), acercando mi rostro a la página alabastrina. Y todo el
tiempo escribía. A través de la alegría y del dolor, escribía. Con
hambre y con sed, escribía. Fuera buena o mala mi reputación, escribía.
Con luz del sol o luz de la luna, escribía. Inútil decir qué escribía.
¡El estilo... eso era todo! Lo tomé de Fatquack... ¡ejem, ejem!... y
ahora mismo os estoy dando una muestra.
[1] Thingum-bob se usa en inglés
para reemplazar un nombre que no se recuerda en el momento. Estos juegos de
palabras se multiplican a lo largo del relato. (N. del T.)
[2] Alusión a la escuela filosófica cuya primera figura era
Emerson. (N. del T.)
[3] Nathaniel Lee, dramaturgo inglés, 1653?-1692. Ni que decir que
los versos son de «Nat»Lee. (N. del T.)
[4] Hail: granizo, y
también salve (sentido en que la usa Milton en este verso). (N. del
T.)
[5] Gad-fly,
tábano; fly, mosca. (N. del T.)
[6] Lord Byron. (N.
del T.)
[7] «Boz», seudónimo de Charles Dickens. (N. del T.)
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