¿Qué hora es?
(Antiguo adagio)
Todo
el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es —o
era, ¡ay!— la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a
alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en
cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado.
Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en
verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de
los calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites,
lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública en favor de sus
habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me impongo
será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida
imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de
autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de
historiador.
Gracias
a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado
para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido,
desde su origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha
de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de
indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en
ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su
remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad determinable.
Con
respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena,
en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto
—algunas agudas, algunas eruditas, algunas todo lo contrario— soy incapaz de
elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg
—que casi coincide con la de Kroutaplenttey— deba ser prudentemente preferida.
Es la siguiente: Vondervotteimittiss —Vonder, lege Donder— Votteimittiss,
quasi und Bleitziz —Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir
verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico manifiestas
en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin
embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al
lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris,
de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs.
27 a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con
reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales
autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No
obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de
Vondervotteimittiss y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije
antes, de que siempre existió como lo vemos actualmente. El hombre más viejo de
la villa no recuerda la menor diferencia en el aspecto de cualquier parte de la
misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de semejante posibilidad es
considerada un insulto. La aldea está situada en un valle perfectamente
circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado por
encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo
justifican con la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada
del otro lado.
En
torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas
chatas) se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las
colinas, miran, claro está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta
yardas de la puerta de cada una. Cada casa tiene un jardinillo delante, con un
sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro repollos. Los edificios
mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir uno de otro. A
causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no por
ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos
endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes
semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y
hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las
puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas, con vidrios muy
pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes tejas de
grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado,
pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los
tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y
el repollo. Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular
ingenio allí donde encuentran espacio para la gubia.
Las
casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un
solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera
negra con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son
anchas y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente,
sino un verdadero reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la
repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que sobresale a manera de
batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una
gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de un
reloj.
Los
hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo.
Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de
repollo agrio y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila
continuamente. Es una anciana pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y
usa un gran bonete como un terrón de azúcar, adornado de cintas purpúreas y
amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana y algodón de color
naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy corto
en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco
gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines
verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de
cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un
pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio
y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete
atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por bromear.
En
cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen
cada uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color
púrpura que les llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines
rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de plata y largos levitones con
grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca
y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un
vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y
perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar
una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para
ponerle tan elegante como al gato.
Justo
delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de
cuero, con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el
viejo dueño de la casa en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes
ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas se parecen a las de los
muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia reside
en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una
bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir
verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar
ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla
izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus
ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de
la llanura.
Este
objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los
miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos,
inteligentes, con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan
levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos mucho más grandes que
los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han
tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes
resoluciones:
«Que
está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que
no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y
«Que
seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.»
Sobre
la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el
campanario, donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo
y maravilla del pueblo: el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a
este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados en los sillones
con asiento de cuero.
El
gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se
lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y
blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es
cuidarlo; pero esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás
se ha sabido hasta hoy que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada
de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición de semejante cosa era
considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual
hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y
a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos
de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando
el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes
seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un verdadero eco.
En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero
estaban orgullosos de sus relojes.
Todas
las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero
de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más
perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal
dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de
reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las
hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de
cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble,
sino triple.
Acabo
de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso
cuadro tuviera que sufrir un cambio!
Era
un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del
otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de
proféticas. Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un
objeto de aspecto muy extraño en lo alto de la colina del este. Semejante
suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor
sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada
consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la
torre.
En
el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el
singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero.
Descendía las colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto
oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño
que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro
color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran
boca y una excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo
de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de
su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente rizado
con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos,
de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco,
pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con
grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras
y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano
izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina
haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba
incesantemente tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué
espectáculo para los honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando
francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y
siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de
sus escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo
miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón
blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda.
Pero lo que provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras
daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota
idea de eso que se llama guardar el compás.
Las
buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los
ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un
salto en medio de ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y
luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como
en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el
campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el
pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le
encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca
y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre
el campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un
regimiento de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del
campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No
se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes
este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces
faltaba sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y
era una cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien
sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el
individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía.
Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues
estaban todos entregados a contar las campanadas.
—¡Una!
—dijo el reloj.
—¡Uuna!
—repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de
cuero, en Vondervotteimittiss—. ¡Uuna! —dijo también su reloj—. ¡Una! —dijo
también el reloj de su mujer—. ¡Uuna! —los relojes de los muchachos y los
pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
—¡Dos!
—continuó la gran campana.
—¡Tos!
—repitieron todos los relojes.
—¡Tres!
¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Dres!
¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! —respondieron los otros.
—¡Once!
—dijo la grande.
—¡Once!
—asintieron las pequeñas.
—¡Doce!
—dijo la campana.
—¡Toce!
—replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
—¡Y
las toce son! —dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus
relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
—¡Trece!
—dijo.
—¡Der
Teufel! —boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo,
dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
—¡Der
Teufel! —gimieron—. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para
qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo
Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
—¿Qué
le pasa a mi fiendre? —gimieron todos los muchachos—. ¡Ya tebo esdar hambriento
a esda hora!
—¿Qué
le pasa a mi rebollo? —chillaron todas las mujeres—. ¡Ya tebe esdar deshecho a
esta hora!
—¿Qué
le pasa a mi biba? —juraron los viejos y pequeños señores—. ¡Druenos y
cendellas! —y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones,
aspiraron con tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó
inmediatamente de un humo impenetrable.
Entretanto
los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en
persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes
tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las
chimeneas apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en
dar las trece y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles
de ver. Pero lo peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar
más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban
disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando,
aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo
de las faldas y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión
que una persona razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón
de la torre hacía evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las
cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del humo. Estaba sentado en el
campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas. El bellaco
sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente con
la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo.
Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con
las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan
and Paddy O’Rafferty».
Estando
las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora
apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos
en masa a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en
Vondervotteimittiss, expulsando de la torre al pequeño individuo.
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