Sub conservatione formæ specifícæ
salva anima.
(Raimundo Lulio)
Vengo de una
raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero
todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más
elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no
surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados
a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas
cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones
obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que
han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de
la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran,
aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra
vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum
quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo,
por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado
de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los
sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que
pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia.
Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del
último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si
no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo
ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana
de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora.
Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba
Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado
entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios,
impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero
hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso
apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el
esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin
saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de
las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se
deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los
ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a
través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de
donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber una
influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho
y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba
contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada
uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos
arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce,
así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las
profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo,
esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta
las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave
y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero
tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y
asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con
altas voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la
hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y
esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz
que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas
alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave,
salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las
enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas,
retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de
Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años,
erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros
corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el
cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras
imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el
resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron
temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora
sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros
antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza
llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y
juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un
cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas
brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la
alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas
margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la
vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca
vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje
escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno
brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía
más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de
Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las
regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y,
difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que
sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su
oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica
casa-prisión de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los
serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que
había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor
que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos
mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos
sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre
lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se
demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras
conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes
se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su
pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura
sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una
consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del
Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba
Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el
amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y
cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora
y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con
ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida
memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y
apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi
juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si
traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo
mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis
palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y
tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una
niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días
después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para
confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si
le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero,
si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me
daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos
vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los
incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente
vida, poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud.
Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi
amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se
espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme
seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de
la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas.
Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron
más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron
marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez
oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre
llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto
flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló
tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que
habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de
la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el
dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina
que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada
vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de
su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y,
abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las
regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos
del Valle de la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron
en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas
de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias,
cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me
llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el
aire nocturno, y una vez —¡ah, pero sólo una vez!— me despertó de un sueño,
como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los
míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el
vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al
fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para
siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una extraña ciudad, donde
todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños
que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una
corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la
mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel
a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me
llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas
manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los
abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que
me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la
alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi
corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha,
con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad,
mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio
y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a
los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y
sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel,
Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el
recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había
invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el
silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que
me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo
tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en
el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.»
Qué bello texto, sin llegar a ser terrorífico, llega a apasionar.
ResponderEliminarHermosa narración sin duda, el triunfo del amor sobre lo cadavérico del pasado, el amor rompe ataduras, promesas, dudas y temores. Un final feliz, algo un poco raro en los cuentos de Poe.
ResponderEliminareste relato es de mis favoritos, no solamente bellamente narrado sino con una historia que sin dejar de ser misteriosa es tierna, triste y hermosa
ResponderEliminar