Hombre misterioso, de aciago destino!
¡Exaltado por la brillantez de tu imaginación, ardido en las llamas de tu juventud!
¡Otra vez, en mi fantasía, vuelvo a contemplarte! De nuevo se alza ante mí tu
figura... ¡No, no como eres ahora, en el frío valle, en la sombra!, sino como debiste
de ser, derrochando una vida de magnífica meditación en aquella ciudad de
confusas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar, amada de las estrellas, cuyos
amplios balcones de los palacios de Palladio contemplan con profundo y amargo
conocimiento los secretos de sus silentes aguas. ¡Sí, lo repito: como debiste
de ser! Sin duda hay otros mundos fuera de éste, otros pensamientos que los
de la multitud, otras especulaciones que las del sofista. ¿Quién, entonces,
podría poner en tela de juicio tu conducta? ¿Quién te reprocharía tus horas
visionarias, o denunciaría tu modo de vivir como un despilfarro, cuando no era
más que la sobreabundancia de tus inagotables energías?
Fue en Venecia, bajo la arcada cubierta
que llaman el Ponte di Sospiri, donde encontré por tercera o cuarta vez
a la persona de quien hablo. Las circunstancias de aquel encuentro acuden
confusamente a mi recuerdo. Y, sin embargo, veo... ¡ah, cómo olvidar!... la
profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el genio
del romance que erraba por el angosto canal.
Venecia estaba extrañamente oscura. El
gran reloj de la Piazza había dado la quinta hora de la noche italiana. La
plaza del Campanile se mostraba silenciosa y vacía, mientras las luces del
viejo Palacio Ducal extinguíanse una tras otra. Volvía a casa desde la
Piazzetta, siguiendo el Gran Canal. Cuando mi góndola llegó ante la boca del
canal de San Marcos, oí desde sus profundidades una voz de mujer, que exhalaba
en la noche un alarido prolongado, histérico y terrible. Me incorporé
sobresaltado, mientras el gondolero dejaba resbalar su único remo y lo perdía
en la profunda oscuridad, sin que le fuera posible recobrarlo. Quedamos así a
merced de la corriente, que en ese punto se mueve desde el canal mayor hacia el
pequeño. Semejantes a un pesado cóndor de negras alas nos deslizábamos
blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas,
llameando desde las ventanas y las escalinatas del Palacio Ducal, convirtieron
instantáneamente aquella profunda oscuridad en un lívido día preternatural.
Escapando de los brazos de su madre, un
niño acababa de caer desde una de las ventanas superiores del elevado edificio
a las profundas y oscuras aguas del canal, que se habían cerrado silenciosas
sobre su víctima. Aunque mi góndola era la única a la vista, muchos arriesgados
nadadores habíanse precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente en su
superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría de encontrarse en el abismo. En las
grandes losas de mármol negro que daban entrada al palacio, apenas a unos pocos
peldaños sobre el agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás
después de contemplarla. Era la marquesa Afrodita, la adoración de toda
Venecia, la más alegre y hermosa de las mujeres —allí donde todas eran bellas—,
la joven esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, su primer
y único vástago que, sumido en las profundidades del agua lóbrega, estaría
recordando amargamente las dulces caricias de su madre y agotando su débil vida
en los esfuerzos por llamarla.
La marquesa permanecía sola. Sus
diminutos y plateados pies desnudos resplandecían en el negro espejo de mármol
que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el peinado del baile, rodeaba
entre una lluvia de diamantes su clásica cabeza, llena de bucles parecidos al
jacinto joven. Una túnica alba como la nieve y semejante a la gasa parecía ser
la única protección de sus delicadas formas; pero el aire estival de aquella
medianoche era caliente, denso, estático, y aquella imagen estatuaria tampoco
hacía el menor movimiento que alterara los pliegues de la vestidura como de vapor
que la envolvía, tal como el pesado mármol envuelve la imagen de Niobe. Y, sin
embargo, ¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no miraban hacia abajo,
en dirección a la tumba donde su mejor esperanza había sido sepultada, sino que
aparecían como clavados en una dirección por completo diferente. La prisión de
la antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso de Venecia;
pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo
se estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre nicho hallábase situado
exactamente frente a la ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía
haber, pues, en sus sombras, en su arquitectura, en sus solemnes cornisas
cubiertas de hiedra, que la dama no hubiera contemplado mil veces antes? ¡Oh,
desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como ése, la mirada, semejante a
un espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en
innumerables lugares lejanos la pena más cercana?
Varios escalones más arriba que la
marquesa y dentro del arco de la compuerta se veía a Mentoni, todavía con su
traje de fiesta, semejante a un sátiro. Ocupábase por momentos de rasguear las
cuerdas de una guitarra y parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando
en cuando, daba instrucciones para el salvamento de su hijo. Estupefacto y
despavorido, no había podido moverme de la posición en que me colocara al
escuchar el grito; seguía de pie y debí de presentar a ojos del agitado grupo
una apariencia ominosa y espectral, mientras pasaba, pálido y rígido, en
aquella fúnebre góndola.
Todos los esfuerzos parecían vanos. Los
más decididos en la búsqueda empezaban a cansarse y se entregaban a una
profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al niño (¡y cuánto más
desesperada estaría la madre!). Pero entonces, desde el interior de aquel
oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la prisión de la
antigua República —y que quedaba frente a las ventanas de la marquesa—, una
silueta embozada avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde
del abismo líquido, zambullóse de cabeza en el canal. Un minuto después, al
emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba y alzarse en los
peldaños de mármol del lado de la marquesa, la empapada capa se soltó de sus
hombros y, cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores la
graciosa figura de un hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda
Europa.
Ni una palabra pronunció el salvador.
Pero la marquesa... ¡Ah, ya iba a recibir a su hijo! ¡Ya iba a estrechar en sus
brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias! Mas, ¡ay!, los brazos
de otro lo alzaban, los brazos de otro se lo llevaban, lo
introducían en el palacio. ¿Y la marquesa?... Sus labios, sus hermosos labios
temblaban; las lágrimas se arracimaban en sus ojos, esos ojos que, como el
acanto de Plinio, eran «suaves y casi líquidos». Sí, las lágrimas se agolpaban
en sus ojos, y de pronto todo el cuerpo de aquella mujer se estremeció con un
temblor que le venía del alma... ¡Y la estatua recobró vida! Vi súbitamente
cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar de su seno y la pureza de
sus blancos pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un leve
temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los
plateados lirios en el campo.
¿Por qué se sonrojaba la dama? No hay
respuesta a tal pregunta. Verdad es que, al abandonar, con el apresuramiento y
el terror de un corazón materno la intimidad de su boudoir, la
marquesa había olvidado aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus
hombros venecianos con el manto que les correspondía... ¿Qué otra razón podía
tener para sonrojarse así? ¿Y la mirada de esos ojos que imploraban
desesperadamente? ¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva presión de
aquella mano temblorosa que, en momentos en que Mentoni retornaba al palacio,
se posó accidentalmente sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber
para aquellas palabras en voz baja, en voz tan extrañamente baja, aquellas
palabras sin sentido que la dama murmuró presurosamente en el instante de
despedirlo?
—Has vencido —dijo, a menos que el
murmullo del agua me engañara—. Has vencido... Una hora después de la salida
del sol... ¡Así sea!
El tumulto se había apaciguado, murieron
las luces en el interior del palacio y el desconocido, a quien yo, sin embargo,
había reconocido, permanecía solo en la escalinata. Estremecióse con
inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando una
góndola. No podía menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un
remo en una compuerta, continuamos juntos hasta su residencia, mientras mi
huésped recobraba rápidamente el dominio de sí mismo y se refería a nuestra
superficial relación en términos de gran cordialidad.
Frente a ciertos temas, me gusta ser
minucioso. La persona del desconocido —permitidme llamarlo así, ya que lo era
todavía para el mundo entero—, la persona del desconocido constituye uno de
esos temas. Su estatura era algo inferior a la mediana, aunque en momentos de
intensa pasión su cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La
liviana y esbelta simetría de su figura antes anunciaba la vivaz actividad
demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que, en
ocasiones de mayor peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y
mentón eran los de una deidad; los ojos, singulares, ardientes, enormes,
líquidos, de una tonalidad fluctuando entre el puro castaño y el más intenso y
brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo el cual se
destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como
marfil iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás
he visto otros semejantes, salvo, quizá, en las imágenes del emperador Cómodo.
Y, sin embargo, su rostro era de esos que todo hombre ha visto en algún momento
de su vida, pero que no ha vuelto a encontrar nunca más. No tenía nada
peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en la memoria; un rostro
visto e instantáneamente olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo
de recordarlo otra vez. Y no porque el espíritu de cada rápida pasión no dejara
de imprimir su propia y clara imagen en el espejo de aquel rostro; pero el
espejo, al igual que todos los espejos, perdía todo vestigio de la pasión
apenas desaparecía.
Al despedirnos la noche de aquella
aventura me pidió, de una manera que me pareció urgente, que no dejara de
visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida del sol
llegué a su Palazzo, uno de aquellos enormes edificios de sombría y fantástica
pompa que se alzan sobre las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto.
Fui conducido por una ancha escalinata de mosaico hasta un aposento cuyo
incomparable esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo tal que me
cegó y me confundió.
No ignoraba que mi conocido era rico.
Los rumores circulantes se referían a sus bienes en términos que yo me había
atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero, cuando miré en torno, no
pude creer que la riqueza de un europeo hubiese sido capaz de proporcionar la
principesca magnificencia que ardía y brillaba en todas partes.
Aunque, como ya he dicho, ya había
salido el sol, el aposento seguía profusamente iluminado. Juzgué por esta
circunstancia, así como por la expresión de fatiga del rostro de mi amigo, que
no se había acostado en toda la noche.
Tanto la arquitectura como la
ornamentación de la cámara tenían por finalidad evidente la de deslumbrar y
confundir. Poca atención se había prestado a lo que técnicamente se denomina armonía,
o a las características nacionales. La mirada erraba de objeto en objeto,
sin detenerse en ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos,
las esculturas de las mejores épocas italianas, o las pesadas tallas del
rústico Egipto. Ricas colgaduras, en todos los ángulos del aposento, vibraban
bajo los acentos de una suave y melancólica música cuyo origen era imposible
adivinar. Los sentidos quedaban oprimidos por la mezcla de diversos perfumes
que brotaban de extraños incensarios convolutos, junto con múltiples lenguas
oscilantes y resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos del sol
que apenas asomaban caían sobre aquel conjunto a través de ventanas formadas
por un solo cristal carmesí. Saltando de un lado a otro, en mil refracciones,
desde las cortinas que bajaban de sus cornisas como cataratas de plata fundida,
los rayos del astro rey se mezclaban por fin con la luz artificial y caían en
masas vencidas y temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro de
Chile, que daba la impresión de líquido.
—¡Ja, ja, ja! —rió el señor de aquel
palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndose en una otomana—. Bien veo —agregó
al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a la bienséance de
un recibimiento tan singular—, bien veo que está usted asombrado de mi cámara,
mis estatuas, mis pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de
arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se siente como embriagado frente a mi
magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor —y aquí el tono de su voz
descendió hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad—, perdóneme mi poco
caritativa risa. ¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo
demás, ciertas cosas son a tal punto cómicas, que uno tiene que reír o morirse.
¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de todos los fines! Sir Thomas
More..., ¡y qué hombre era sir Thomas More!..., murió riéndose, como usted
sabe. En los Absurdos de Ravisius Textor hay una larga lista de
personajes que terminaron de la misma magnífica manera. Y ha de saber usted
—continuó, pensativo— que en Esparta (que se llama ahora Palaeochori), hacia el
oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe una
especie de socle, en el cual todavía son legibles las letras ΛΑΣΜ. Indudablemente, forman parte de ΙΕΛΑΣΜΑ. Ahora bien, en Esparta se alzaban mil
templos y altares dedicados a mil divinidades distintas. ¡Qué
extraordinariamente raro que el altar de la Risa sea el único que ha
sobrevivido a los demás! Pero en este momento —agregó, mientras su voz y su
actitud variaban extrañamente— no tengo derecho de estar alegre a expensas de
usted. Y no me extraña que se haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es
capaz de producir nada tan hermoso como mi pequeño gabinete real. El resto de
las habitaciones no se le parecen para nada; son simples ultras de
insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y, sin
embargo, bastaría que vieran este aposento para que se iniciara la moda más
furiosa... entre aquellos, claro está, que pudieran pagarla al precio de su
entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante profanación. Salvo una
persona, es usted el único ser humano, fuera de mí y de mi valet, que ha
sido admitido en los misterios de estos aposentos reales desde el día en que
fueron adornados como puede verlo...
Me incliné en señal de agradecimiento,
ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes, la música y la inesperada
excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían expresar con
palabras lo que de otra manera hubieran constituido un elogio.
—Aquí —dijo él, levantándose y
apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado a otro de la estancia—, aquí
hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue hasta la hora
actual. Muchas han sido escogidas, como puede usted ver, con muy poco
respeto por las opiniones de los entendidos. Y, sin embargo, constituyen una
decoración adecuada para un aposento como éste. Hay asimismo algunos chefs d’oeuvre
de grandes desconocidos... y aquí figuran dibujos inconclusos de hombres
que fueron celebrados en su día y cuyos nombres han quedado reservados al
silencio y a mí, gracias a la perspicacia de las academias. ¿Qué piensa usted
—dijo, volviéndose bruscamente mientras hablaba— de esta Madonna della Pietà?
—¡Es la obra de Guido! —exclamé con
todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había estado contemplando intensamente
su incomparable hermosura—. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo pudo usted obtenerla?
¡No cabe duda de que es en pintura lo que la Venus en escultura...!
—¡Ah! —dijo pensativamente—. Venus... la
hermosa Venus... ¿La Venus de Médicis? ¿La de la pequeña cabeza y el
resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo —aquí su voz se tornó tan
baja que me costó oírla— y todo el derecho han sido restaurados; pienso que en
la coquetería de ese brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación.
¡Para mí, la Venus de Canova! El mismo Apolo es una copia... no cabe la menor
duda... ¡Oh, estúpido y ciego que soy, incapaz de alcanzar la tan mentada
inspiración del Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar..., ¡téngame
lástima!..., una preferencia por el Antinoo. ¿No fue Sócrates quien afirmó que
el escultor encuentra su estatua en el bloque de mármol? En ese caso, Miguel
Ángel no se mostró nada original en sus versos:
Non ha l’ottimo artista alcun concetto
Che un marmo solo in se non
circonscriva.
Se ha afirmado —o debería afirmarse— que
en la actitud del verdadero gentleman cabe advertir siempre una
diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el instante
pueda precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara
con toda su fuerza a la conducta exterior de mi amigo, aquella memorable mañana
sentí que correspondía referirla aún más a su temperamento moral y a su carácter.
Para definir esa peculiaridad de espíritu que parecía apartarlo esencialmente
del resto de los seres humanos, la llamaré un hábito de intenso y
continuo pensamiento, que invadía incluso sus acciones más triviales, penetraba
en sus momentos de gozo y se entrelazaba con sus estallidos de alegría, como
los áspides que surgen de los ojos de las máscaras sonrientes en las cornisas
de los templos de Persépolis.
No pude menos de observar, sin embargo,
que, a pesar del tono alternado de liviandad y solemnidad que mi huésped
adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia, había en él una
cierta vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la
palabra, una inquieta excitabilidad de conducta que en todo momento me pareció
inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con frecuencia, deteniéndose a
mitad de una frase cuyo comienzo había aparentemente olvidado, quedábase
escuchando con la más profunda atención, tal como si esperara la llegada de un
visitante u oyera sonidos que sólo existían en su imaginación.
Ocurrió que, durante una de esas
ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me puse a hojear la hermosa
tragedia del poeta y humanista Poliziano, Orfeo —la primera tragedia
italiana—, que había encontrado a mi alcance sobre una otomana. Al hacerlo,
descubrí un pasaje subrayado con lápiz. Correspondía al final del tercer acto,
y era un fragmento apasionadamente emocionante un pasaje que, aunque manchado
de impurezas, no podría ser leído por hombre alguno sin despertar en él nuevos
estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa
de lágrimas recién vertidas y, en la parte en blanco del folio opuesto, leí los
siguientes versos en inglés, escritos con una letra tan diferente de la muy
singular de mi amigo, que al principio me costó darme cuenta de que era la
misma:
Tú fuiste para mí, oh amor,
todo lo que mi espíritu anhelaba,
isla verde en el mar,
fuente y santuario,
con guirnaldas de frutas y de flores,
oh amor, que fueron mías.
¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero!
¡Ah estrellada Esperanza que surgiste
para pronto morir!
Una voz del futuro me reclama:
—¡Adelante!¡Adelante!—. Mas se cierne
sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma
medrosa, inmóvil, muda.
¡Ay, ya no está conmigo
la luz de mi existencia!
«Ya nunca... nunca... nunca»
(así murmura el mar solemne
a las arenas de la playa),
ya nunca el árbol roto dará flores
ni el águila muriente alzará su vuelo.
Hoy mis días son vanos
y mis nocturnos sueños
andan allá donde tus ojos grises
miran, donde pisan tus plantas,
¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla
de itálicos arroyos!
¡Ay, en qué aciago día
por el mar te llevaron
robándote al amor, para entregarte
a caducos blasones mancillados!
¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra
donde lloran los sauces en la niebla!
Que aquellos versos hubieran sido
escritos en inglés —idioma con el cual no creía familiarizado a mi huésped— me
sorprendió poco. Demasiado sabía la extensión de sus conocimientos y el
singular placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el lugar
donde estaba fechado el poema me causó, debo admitirlo, no poca confusión. La
palabra original era Londres, y, aunque aparecía cuidadosamente tachada,
podía, sin embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que me causó
no poca confusión, pues bien recordaba una conversación anterior con mi
amigo durante la cual le preguntara si alguna vez había conocido en Londres a
la marquesa de Mentoni (la cual residía en aquella capital antes de su
matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a entender que jamás había
pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas veces
había oído decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan improbable) que
el hombre de quien hablo era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés.
—Hay una pintura —dijo él, sin advertir
que yo había estado leyendo la tragedia— que todavía no ha visto usted.
Y, apartando una colgadura, descubrió un
retrato de tamaño natural de la marquesa Afrodita.
El arte humano no podía haber hecho más
en el trazado de su belleza sobrehumana. La misma etérea figura que se alzaba
ante mí la noche anterior en la escalinata del Palacio Ducal volvía a ofrecerse
a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se
insinuaba —¡incomprensible anomalía!— esa incierta
mácula de melancolía, que siempre será inseparable de la perfección de la
hermosura.
El brazo derecho de la marquesa aparecía
doblado sobre el seno. Con el izquierdo mostraba, en la parte inferior del
cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie como de hada, apenas
visible, parecía rozar la tierra; y, apenas discernible en la brillante
atmósfera que parecía circundar y envolver su belleza, flotaba un par de alas
de la más delicada concepción.
Mis ojos pasaron de la pintura a la
figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del Bussy d’Ambois de
Chapman subieron instintivamente a mis labios:
Está erguido
Como una estatua romana. ¡Y así
permanecerá
Hasta que la muerte lo haya vuelto
mármol!
—¡Vamos! —exclamó por fin, volviéndose
hacia una mesa de plata maciza, ricamente esmaltada, sobre la cual aparecían
algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con dos grandes vasos
etruscos, semejantes en su factura al extraordinario modelo que aparecía en la
parte inferior del retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger.
—¡Vamos! —repitió bruscamente—. Es muy
temprano, pero lo mismo beberemos. Sí, ciertamente es temprano —continuó
pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su pesado martillo de oro,
haciendo resonar la estancia con la primera hora posterior a la salida del
sol—. ¡Oh, sí, es temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos como
ofrenda a ese solemne sol que nuestras brillantes lámparas e incensarios se
obstinan en someter!
Y, después de brindar conmigo, bebió
sucesivamente varias copas de vino.
—Soñar —continuó, recobrando el tono de
su inconexa conversación—, soñar ha constituido el fin de mi vida. Por eso he
construido, como ve usted, este lugar para los sueños. ¿Podría haber creado uno
mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla
de ornamentaciones arquitectónicas. La castidad jónica se ve ofendida por las
formas antediluvianas, y las esfinges egipcias se tienden sobre alfombras de
oro. Sin embargo, el efecto sólo resulta incongruente para un espíritu tímido.
Las unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de tiempo, son los
espantajos que aterran a la humanidad y la apartan de la contemplación de las
magnificencias. Yo mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante
sublimación de la locura acabó por estragar mi alma. Lo que ahora me rodea es
lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de arabescos, mi espíritu
se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las visiones
más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir en
seguida.
Detúvose bruscamente, dejó caer la
cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido que mis oídos no percibían.
Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en los versos del obispo
de Chichester:
¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte
En el profundo valle.
Un instante después, cediendo a la
fuerza del vino, se dejó caer cuan largo era sobre una otomana.
Oyéronse pasos presurosos en la escalera
y resonaron pesados golpes en la puerta. Me disponía a impedir que volvieran a
molestarnos cuando un paje de la casa de Mentoni irrumpió en el aposento y
gritó, con palabras que la emoción ahogaba y volvía incoherentes:
—¡Mi señora... mi señora... envenenada...
envenenada...! ¡Oh la hermosa... la hermosa Afrodita!
Estupefacto, me precipité a la otomana y
traté de que el durmiente recobrara el uso de los sentidos. Pero sus miembros
estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos ojos brillantes aparecían ahora
fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa
y mi mano cayó sobre una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la entera,
de la terrible verdad, se abrió paso como un rayo en mi alma.
Terrible tragedia de amores frustrados, muy común con su época, pero escrita con la deliciosa pluma de Poe se disfruta.
ResponderEliminarme encanta como un relato tan dramático me deja a la orilla del asiento, intrigada y sorprendida ... wow!
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