miércoles, 29 de agosto de 2012

El hombre de negocios, cuento de Edgar Allan Poe



El método es el alma de los negocios.
 (Antiguo adagio)

Soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. El método es lo que cuenta, después de todo. Pero a nadie desprecio más profundamente que a esos excéntricos que charlan mucho sobre el método sin entenderlo, y que se atienen estrictamente a la letra mientras violan el espíritu. Individuos así se pasan la vida haciendo las cosas más desorbitadas, de una manera que ellos califican de ordenada. Pero esto es una paradoja; el verdadero método pertenece tan sólo a lo que es normal, ordinario y obvio, y no se puede aplicar a nada outré. ¿Acaso sería posible referirse a una nube metódica, o a un fatuo sistemático?
Mis nociones sobre este punto podrían no haber sido todo lo claras que son, de no mediar un afortunado accidente que me ocurrió en la infancia. Una bondadosa y anciana niñera irlandesa (a quien no olvidaré en mi testamento) me agarró un día por los pies, en momentos en que yo alborotaba más de lo necesario, y luego de hacerme revolar dos o tres veces, me maldijo empecinadamente por ser «un mocoso gritón», y me convirtió la cabeza en una especie de tricornio, golpeándola contra un poste de la cama. Debo reconocer que esto decidió mi destino e hizo mi fortuna. No tardó en salirme un gran chichón en la coronilla, el cual se convirtió para mí en el órgano del orden. De ahí proviene ese marcado gusto por el sistema y la regularidad que me han convertido en el distinguido hombre de negocios que soy.
Para mí, lo más odioso en esta tierra es un hombre de genio. Los genios son una colección de asnos redomados; cuanto más geniales, más asnos; y no hay ninguna excepción a la regla. Imposible hacer un hombre de negocios de un genio; sería como querer sacar dinero a un judío o nueces a un abeto. Dichos seres se salen continuamente del buen camino para dedicarse a alguna ocupación fantástica o a ridículas especulaciones, totalmente divorciadas de las cosas bien ordenadas; jamás hacen negocios que puedan considerarse como tales. Resulta fácil descubrir a estos personajes por la naturaleza de sus ocupaciones. Si alguna vez repara usted en un hombre que se instala como comerciante o fabricante, que fabrica algodón, tabaco o cualquiera de esos excéntricos productos, que se ocupa de tejidos, jabón, o algo parecido, o pretende ser abogado, herrero o médico, es decir, cualquier cosa fuera de lo usual... pues bien, tenga la seguridad de que es un genio y, por tanto, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.
En cuanto a mí, no tengo absolutamente nada de genio, sino que soy un hombre de negocios normal. Mi diario y mi libro mayor pueden demostrarlo en un minuto. Están bien llevados, aunque sea yo quien lo dice, y no es el reloj quien va a ganarme en mis hábitos de exactitud y puntualidad. Lo que es más, mis ocupaciones han coincidido siempre con las costumbres ordinarias de mis semejantes. Y no es que a este respecto me sienta en lo más mínimo agradecido a mis débiles progenitores, quienes sin duda hubieran hecho de mí un redomado genio si mi ángel guardián no hubiese acudido oportunamente a socorrerme. En las biografías la verdad es lo que cuenta, y muchísimo más en una autobiografía; no obstante, apenas espero que me crean si afirmo solemnemente que mi pobre padre me hizo ingresar a los quince años en la oficina de lo que él llamaba «un respetable comerciante y comisionista en ferretería, que hace excelentes negocios». ¡Excelentes negocios! ¡Excelentes disparates, diría yo! Como consecuencia de esta locura, tuve que volverme dos o tres días después a casa de mi obtusa familia, víctima de un acceso de fiebre y sufriendo los más violentos y peligrosos dolores en la coronilla, vale decir, alrededor de mi órgano del orden. Estuve entre la vida y la muerte durante seis semanas, y los médicos me desahuciaban. Pero, aunque sufrí mucho, quedé muy agradecido. Me había salvado de convertirme en un «respetable comerciante y comisionista en ferretería, que haría excelentes negocios», y bendije la protuberancia que había coadyuvado a mi salvación, así como a la bondadosa mujer que había puesto dicho medio a mi alcance.
La mayoría de los chicos se escapan de su casa entre los diez y los doce años, pero yo esperé hasta los dieciséis. Y ni siquiera creo que me hubiese ido, de no oír hablar a mi madre sobre un proyecto de instalarme por mi cuenta con un negocio de almacén. ¡Un negocio de almacén! ¡Nada menos! Inmediatamente resolví marcharme, a fin de iniciar por mi lado alguna tarea decente sin seguir esperando el resultado de los caprichos de aquellos excéntricos viejos, ni correr el peligro de que al final hicieran de mí un genio. Mi proyecto se vio coronado por el mejor de los éxitos en la primera tentativa y al cumplir los dieciocho años me encontré haciendo amplios y proficuos negocios en el renglón de la Propaganda Callejera de Sastrerías.
Las onerosas tareas de mi profesión sólo podía llevarlas a cabo gracias a la rígida fidelidad a un sistema que constituía el rasgo distintivo de mi inteligencia. El método escrupuloso caracterizaba tanto mis acciones como mis cuentas. En mi caso no era el dinero, sino el método, quien «hacía» al hombre —por lo menos aquello que no hacía el sastre que me empleaba—. Todas las mañanas, a las nueve, me presentaba para que éste me entregara las ropas del día. A las diez ya me hallaba en algún paseo de moda o lugar frecuentado por el público. La precisión y regularidad con que hacía girar mi elegante persona, a fin de mostrar sucesivamente cada porción de mi vestimenta, era la admiración de todos los conocedores del oficio. Jamás llegaba el mediodía sin que regresara con algún cliente a la sastrería de los señores Corte y Vuelva. Lo digo orgullosamente, pero con lágrimas en los ojos, pues aquella firma se condujo conmigo de la manera más ingrata. La moderada cuenta por la cual disputamos, para finalmente separarnos, no puede considerarse en modo alguno excesiva; no lo pensarían así aquellos que conocen a fondo la profesión. De todas maneras, siento tanto orgullo como satisfacción al permitir que el lector juzgue por sí mismo. He aquí cómo estaba redactada mi cuenta:





SEÑORES CORTE Y VUELVA, SASTRES, DEBEN
A PETER PROFITT, ANUNCIADOR CALLEJERO:



Cents
Julio 10.-
Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente……
25
Julio 11.-
ídem íd. íd………………………………………….……….
25
Julio 12.-
Mentira de segunda clase: género negro estropeado vendido como verde invisible….………………….

25
Julio 13.-
Mentira de primera clase: recomendación de un satinete como si fuera de paño fino

75
Julio 20.-
Compra de un cuello de papel, para hacer juego con el completo gris…..……………………………………

2
Agosto 15.-
Por vestir el traje con doble forro (mientras el termómetro marcaba 706 a la sombra)……………

25
Agosto 16.-
Por pararme en una sola pierna durante tres horas, para exhibir los nuevos pantalones con trabilla, a 12,1/2 centavos por pierna y por hora……………

37,1/2
Agosto 17.-
Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente (hombre muy grueso)………………………………

50
Agosto 18.-
ídem íd. íd. (estatura mediana)…………………………..
25
Agosto 19.-
ídem íd. íd. (estatura pequeña y mal pagador)…………
6

Total…………………………………………………..
$2,951/2


El punto en disputa de mi cuenta era el muy moderado precio de dos centavos por el cuello de papel. Doy mi palabra de honor de que no era un precio exagerado. Se trataba de uno de los cuellos más limpios y bonitos que he visto nunca, y tengo buenas razones para creer que influyó en la venta de los tres completos grises. Sin embargo, el socio principal de la firma sólo quiso pagarme un centavo, tomando a su cargo la demostración de cuántos cuellos podían obtenerse con una hoja de papel de oficio. Inútil señalar que insistí en el principio de la cosa. Los negocios son los negocios, y deben ventilarse como corresponde. No alcanzaba a distinguir ningún sistema en el hecho de que me estafaran un centavo (un evidente fraude del 50 por 100), y mucho menos un método. Abandoné de inmediato el empleo de los señores Corte y Vuelva, instalándome por mi cuenta en el negocio del Mal de Ojo, que es una de las ocupaciones ordinarias más lucrativas, respetables e independientes.
También aquí entraron en juego mi estricta integridad, economía y rigurosas costumbres comerciales. Pronto me encontré en plena prosperidad, y no tardé en ser muy conocido y señalado. La verdad es que jamás me metí en negocios sensacionalistas, sino que me atuve a la antigua y excelente rutina de la profesión en la cual seguiría actualmente de no ser por un pequeño accidente que sobrevino en el curso de una de las operaciones habituales de la misma. Toda vez que un avaro rico, o un heredero manirroto, o una sociedad en bancarrota se decide a construir un palacete, no hay en el mundo mejor cosa que impedir que lo hagan, y toda persona inteligente sabe cómo arreglárselas para ello. En realidad, esta intervención constituye la base del Mal de Ojo como profesión. En efecto, tan pronto como alguna de las partes nombradas proyecta levantar un edificio, nosotros, los hombres de negocios, adquirimos un bonito rincón del lote donde van a edificarlo, buscando quedar situados frente al mismo o al lado. Hecho esto, esperamos hasta que el palacio anda ya por la mitad, y entonces pagamos a un arquitecto de buen gusto para que nos levante a nuestra vez una cabaña de barro sumamente decorativa, o una pagoda oriental u holandesa, o un chiquero, o alguna fantasía ingeniosa, sea esquimal, kickapoo u hotentote. Como es natural, no podemos consentir en demoler dicha construcción por menos de un precio superior en un 500 por 100 al de nuestro lote y material de construcción. ¿Cómo podríamos proceder de otro modo? Lo pregunto a los hombres de negocios. Sería irracional suponer semejante cosa. Y, sin embargo, no faltó una sociedad de aventureros que me pidió que lo hiciera... ¡a mí, nada menos! Ni que decir que ni siquiera contesté a tan absurda propuesta, pero aquella misma noche consideré de mi deber cubrir el frente de su palacio con negro de humo. Aquellos irrazonables villanos me metieron en la cárcel y, cuando salí, las personas vinculadas con el negocio del Mal de Ojo se vieron forzadas a interrumpir sus relaciones conmigo.
El negocio de Asalto y Agresión, en el cual me vi forzado a aventurarme a fin de ganar el sustento, no se adaptaba muy bien a mi delicada constitución, pero de todos modos lo tomé de buen grado y me vi protegido, como antes, por los severos hábitos de metódica precisión que me había inculcado aquella excelente nodriza, por cierto que sería el más vil de los hombres si no la tuviera en cuenta en mi testamento. Observando, repito, el sistema más estricto en todas mis operaciones, y llevando mis libros con mucho cuidado, pude superar grandísimas dificultades, estableciéndome por fin de manera muy cómoda en la profesión. Estoy seguro de que pocas personas han tenido un negocio tan agradable como el mío. Copiaré una o dos páginas de mi diario, lo cual me evitará hablar en especial de mí mismo, condenable práctica a la cual no se rebaja ningún hombre de altas miras. El diario, en cambio, no miente nunca.
«2 de enero.- Vi a Snap en la Bolsa. Me le acerqué y le pisé los pies. Cerró el puño y me tumbó al suelo. ¡Excelente! Volví a levantarme. Tuve una ligera dificultad con Bag, mi abogado. Quiero mil dólares de indemnización, pero insiste en que por un mero puñetazo no conseguiremos más que quinientos. Memorándum: debo quitarme de encima a Bag. Carece de sistema.
»3 de enero.- Fui al teatro en busca de Gruff. Lo vi en un palco de la segunda fila, entre una dama gruesa y otra delgada. Los estuve mirando con los gemelos hasta que la dama gorda enrojeció y dijo algo a G. Entré entonces en el palco, poniendo la nariz al alcance de la mano de G. No me quiso tirar de ella. Me soné e hice otra tentativa: nada. Me senté entonces y me puse a guiñar el ojo a la dama flaca, hasta tener la satisfacción de que G. me agarrara por el cuello y me tirara a la platea. Dislocación de cuello y pierna derecha completamente astillada. Volví a casa contentísimo, bebí una botella de champaña y asenté en mis libros al joven Gruff por la suma de cinco mil dólares. Bag dice que todo saldrá bien.
»15 de febrero.- Llegué a un acuerdo en el caso de Mr. Snap. Ingreso consignado: cincuenta centavos (ver libros).
»16 de febrero.- Perdí el pleito contra el canalla de Gruff, quien me hizo un regalo de cinco dólares. Costas del proceso: cuatro dólares y veinticinco centavos. Beneficio neto (ver libros), setenta y cinco centavos.»
Pues bien, en un período tan breve, puede verse, por lo que antecede, que había obtenido un beneficio de un dólar y veinticinco, nada más que en los casos de Snap y Gruff; por lo demás, aseguro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados de mi diario al azar.
Un viejo y muy cierto adagio afirma, sin embargo, que el dinero no es nada al lado de la salud. Pronto descubrí que los esfuerzos de mi profesión no convenían a mi delicada constitución; cuando no me quedó hueso sano en el cuerpo, y mis amigos, al encontrarme en la calle, no se atrevían a asegurar que yo fuera Peter Profitt en persona, se me ocurrió que lo mejor era cambiar de negocio. Consagré por tanto mi atención al Barrido de las Aceras y me dediqué al mismo durante varios años.
Lo malo de esta ocupación está en que demasiadas personas se aficionan a ella y la competencia se vuelve excesiva. Cualquier ignorante que no tiene inteligencia en cantidad suficiente como para abrirse camino como anunciador callejero, en el Mal de Ojo o en el Asalto y Agresión, piensa que le irá perfectamente como barredor de aceras. Pero nunca hubo idea tan errónea como la de creer que para este negocio no hace falta inteligencia. Y, sobre todo, que en él se puede prescindir del método. Por mi parte sólo lo practicaba al por menor, pero mis viejos hábitos de sistema me mantenían magníficamente a flote. En primer lugar elegí con todo cuidado el cruce de calle que me convenía, y jamás arrimé una escoba a otras aceras que no fueran ésas. Tuve buen cuidado, además, de contar con un excelente charco de barro a mano, del cual podía proveerme en un instante. Gracias a todo ello llegué a ser conocido como hombre de confianza; y permítaseme decir que, en los negocios, esto representa la mitad de la batalla ganada. Jamás persona alguna que me hubiera ofendido tirándome tan sólo un cobre alcanzó a llegar al otro lado de mi cruce con los pantalones limpios. Y como mis costumbres comerciales en este sentido eran suficientemente conocidas, nunca me vi sometido al menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría tolerado. Puesto que no pretendía imponerme a nadie, no estaba dispuesto a que nadie se burlara de mí. Claro que no podía impedir los fraudes de los bancos. El cierre de sus puertas me creaba inconvenientes ruinosos. Pero los bancos no son individuos, sino sociedades, y las sociedades carecen de cuerpos donde se puedan aplicar puntapiés y de almas que mandar al demonio.
Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un momento aciago, me dejé tentar e ingresé en la Salpicadura de Perro, profesión un tanto análoga, pero de ninguna manera tan respetable. A decir verdad, estaba muy bien instalado en pleno centro y tenía lo necesario en materia de betún y cepillos. Mi perrito era muy gordo y estaba habituado a todas las variantes del oficio, pues llevaba en él largo tiempo, y me atrevo a decir que lo comprendía. Nuestra práctica general era la siguiente: Luego de revolcarse convenientemente en el barro, Pompeyo se instalaba en la puerta de la tienda hasta ver a un dandy que venía por la calle con los zapatos relucientes. Se le acercaba entonces y se frotaba una o dos veces contra él. Como es natural, el dandy juraba abundantemente y luego miraba en torno en busca de un lustrador de zapatos. Y allí estaba yo, bien a la vista, con betún y cepillos. El trabajo sólo tomaba un minuto y su resultado eran seis centavos. Esto me bastó por un tiempo; yo no era avaricioso, pero en cambio mi perro sí lo era. Le cedía un tercio de los beneficios, hasta que le aconsejaron que pidiera la mitad. Imposible tolerar semejante cosa, de modo que, luego de discutir, nos separamos.
Por un tiempo ensayé la profesión de organillero, y debo admitir que me fue bastante bien. Es un negocio sencillo, directo y que no requiere aptitudes especiales. Puede usted comprar un organillo por muy poco dinero y, a fin de ponerlo en buen estado, basta abrirlo y darle tres o cuatro martillazos. Mejora el tono del instrumento —para sus finalidades comerciales— mucho más de lo que usted imaginaría. Hecho esto, no hay más que echar a andar con el organillo a la espalda hasta ver un jardín delantero bien cubierto de grava y un llamador envuelto en piel de ante. Se detiene uno entonces y se pone a dar vueltas a la manija, adoptando el aire de quien está dispuesto a quedarse ahí y tocar hasta el juicio final. Muy pronto se abre una ventana y alguien arroja seis peniques, pidiendo al mismo tiempo: «¡Deje de tocar y váyase!» Estoy enterado de que ciertos organilleros han aceptado marcharse por esta suma; por mi parte, mis gastos de capital eran demasiado grandes para permitirme hacerlo por menos de un chelín.
Obtuve buenos beneficios con esta ocupación, pero de todos modos no me sentía satisfecho y acabé por abandonarla. Diré la verdad: trabajaba con el inconveniente de carecer de un mono, aparte de que las calles de Norteamérica son tan sucias, el populacho tan molesto... y no digamos nada de la cantidad de mocosos traviesos.
Estuve sin empleo algunos meses, pero por fin, a fuerza de gran perseverancia, logré introducirme en el Falso Correo. En este negocio las obligaciones son sencillas y procuran bastantes beneficios. Por ejemplo: de mañana muy temprano, tenía que preparar mi fajo de cartas falsas. Dentro de cada una escribía unas pocas líneas sobre cualquier cosa, con tal de que tuviera un aire misterioso, y firmaba aquellas epístolas «Tom Dobson» o «Bobby Tompkins». Cerradas y lacradas, procedía a aplicarles falsos sellos de Nueva Orleans, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy distante. Me ponía luego en marcha, como si llevara mucha prisa. Siempre llamaba a las casas importantes, entregaba una carta y recibía el pago del porte correspondiente. Nadie vacila en pagar el porte de correos por una carta, especialmente si es voluminosa. ¡La gente es tan estúpida! Y ni que decir que me sobraba tiempo para dar vuelta a la esquina antes de que tuvieran tiempo de enterarse de la epístola. Lo peor de esta profesión es que me obligaban a caminar mucho y rápidamente, así como a variar de continuo mi itinerario. Además, me producía grandes escrúpulos de conciencia. Jamás he podido tolerar los insultos a las personas inocentes, y la forma en que toda la ciudad maldecía a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente muy penosa de escuchar. Terminé lavándome las manos del asunto lleno de repugnancia.
Mi octava y última especulación consistió en la Cría de Gatos. Dicho negocio me resultó el más agradable y lucrativo de todos, sin que me diera el menor trabajo. Como es sabido, la región está plagada de gatos, al punto que recientemente se debatió en la Legislatura, en una memorable sesión, un pedido de ayuda firmado por personas tan numerosas como respetables. En aquel momento la Asamblea se hallaba excepcionalmente bien informada de los problemas públicos, y coronó sus muchas, sabias y saludables decisiones con la Ley de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una recompensa por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos la pieza; pero más tarde el Senado enmendó el artículo correspondiente, sustituyendo «cola» por «cabeza», y la enmienda era tan adecuada que la Asamblea la aprobó nemine contradicente[1].
Tan pronto el gobernador hubo firmado el decreto, invertí todo mi capital en la compra de gatos. Al principio sólo podía alimentarlos con ratones, que son baratos, pero pronto aquellos animales cumplieron las prescripciones de la Escritura a una velocidad tan maravillosa que su número me permitió adoptar una política liberal, y desde entonces los alimenté con ostras y tortuga. Sus colas, a precio legislativo, me proporcionan hoy en día una buena renta, pues he descubierto un procedimiento basado en el aceite macasar, que me permite obtener tres cosechas anuales. Me encanta asimismo que los animalitos se hayan acostumbrado de tal manera que prefieran perder la cola a conservarla. Me considero, pues, un hombre que ha completado su carrera, y estoy negociando la compra de una finca sobre el Hudson.


[1] Hay aquí un juego de palabras intraducibie pues «cabeza»y «cola» equivalen a «cara»y «cruz». (N. del T.)

X en un suelto, cuento de Edgar Allan Poe



Como es sabido que los «sabios» vienen «del Oriente»[1] y el señor Veleta Cabezudo vino también del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una prueba accesoria, hela aquí: el señor C. era director de periódico. La irascibilidad constituía su solo lado flaco, pues la obstinación de la cual se lo acusaba no era en absoluto una debilidad, ya que él la consideraba justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.
He demostrado que Veleta Cabezudo era un sabio; la única ocasión en que no se mostró irascible fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el este, y emigró a la ciudad de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el oeste.
Debo, sin embargo, declarar en su favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse en dicha ciudad hallábase convencido de que en esta parte del país no existía ningún periódico y, por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del campo. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandromagnópolis si hubiera sabido que en Alejandromagnópolis vivía un caballero llamado John Smith (si recuerdo bien), quien, durante muchos años, había engordado tranquilamente dirigiendo y publicando la Gaceta de Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal informado, el señor Cabezudo vino a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, para abreviar. Pero, una vez que estuvo en ella, decidió mantener su reputación de obsti... de firmeza, y quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más: desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera, etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la Gaceta y, a la tercera mañana de su arribo, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale decir La Tetera de Nópolis, que así, si mis recuerdos no me engañan, se titulaba el nuevo periódico.
El editorial, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente duro con todas las cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta, quien quedaba reducido a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan terribles, que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith —quien todavía vive— como una especie de salamandra. No pretendo reproducir verbatim todas las frases de Cabezudo, pero una de ellas era como sigue:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O mores!»
Semejante filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta entonces pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso Smith, la cual apareció al día siguiente en esta forma:
«Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! ¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! O, témpora! O, mores!” ¡Vamos! ¡Pero este hombre es todo O! Esto explica que razone en círculo, y que por eso no haya ni pies ni cabeza en lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía. Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo! ¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo, procedente de Ranápolis, demostraría al señor John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar, si así le parecía, un suelto completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O! Persistiría en la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a insertar en La Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera) puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de mostrar (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?) (de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión,  en el cual tan hermosa vocal —emblema de la Eternidad—, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que claramente enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que éste (el regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas hasta el alba, absorto en la composición del incomparable suelto que sigue:
«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord, John, antes de todo! ¡Vuelve pronto, gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo, un lobo, un pollo! ¡No un mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John! ¡Ya oigo tu coro, loco! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a Concord en otoño, con los colonos!», etc.
Exhausto, como es natural, por tan estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de ocuparse aquella noche de otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad vigilante, alargó su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a casa, acogióse a su lecho con inefable dignidad.
Entretanto, el aprendiz a quien había sido confiado el suelto voló sin perder un instante a su caja y dispúsose a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito, lanzóse de inmediato y con gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién describirá su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre los mismos? ¿Quién pintará su estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el compartimento de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que tampoco había allí ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del regente.
—¡Oh, señor! —jadeó, tratando de recobrar el aliento—. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!
—¿Qué diablos quieres decir? —gruñó el regente, malhumorado por el retardo de la edición.
—¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica!
—¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a parar todas las que había?
—Yo no sé, señor —dijo el chico—, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
—¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! —gritó el regente, rojo de rabia—. No importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas todas las «íes» que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!
—De acuerdo —dijo Bob, guiñando el ojo—. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré una buena. Pero... ¿y este suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
—Ya veo —dijo el regente, suspirando profundamente—. ¿Es un suelto muy largo, Bob?
—Yo no diría que es muy largo —opinó Bob.
—¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por todas en prensa —agregó distraídamente el regente, sumergido hasta los codos en su trabajo—. En vez de «o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo escribe.
—Muy bien —dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Con que tengo que ir a sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!» La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura, estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.
La orden que acababa de darle el regente no era demasiado insólita, pues cosas así suelen ocurrir en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x tiende a sobreabundar en las cajas de composición (o, por lo menos, así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.
—Tendré que ponerle x a este suelto —se dijo, mientras lo leía lleno de estupefacción—, pero que me cuelguen si no es el suelto con más oes que he visto en mi vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el suelto en prensa.
A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd, Jxhn, antes de txdx! ¡Vuelve prxntx, gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx, un lxbx, un pxllx! ¡Nx un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn! ¡Ya xigx tu cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a Cxncxrd en xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.
Difícil es concebir la agitación ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La primera idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna traición diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al domicilio de Cabezudo, a efectos de lincharlo. Pero dicho caballero no se encontraba allí. Habíase evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.
Incapaz de descubrir al legítimo objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose poco a poco, dejando a manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado asunto.
Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma.
Otro sostuvo que, de todas maneras, Cabezudo había demostrado poseer una fantasía exuberante.
Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso.
Un cuarto sólo alcanzaba a suponer, en el plan de Cabezudo, el deseo de expresar su exasperación de manera general.
«Digamos —completó un quinto— que quería exponer un ejemplo para la posteridad.»
Para todo el mundo resultaba claro que Cabezudo había sido arrastrado a tales extremos y, puesto que dicho director había desaparecido, hablóse en cierto momento de linchar al que quedaba.
La conclusión más compartida, sin embargo, fue que el asunto era sencillamente extraordinario e inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución del problema. Como todo el mundo sabía, x representaba una cantidad desconocida, una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había además una cantidad desconocida de x.
La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en las x del suelto) no encontró la atención que a mi juicio merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin ningún temor. Bob manifestó que, por su parte, no le cabían dudas sobre el asunto, pues era muy sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabezudo de que bebiera lo que bebían los otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa condenada cerveza marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo hizo volverse extremadamente extravagante.»


[1] The wise men, los Reyes Magos. Literalmente, «los sabios». (N. del T.)

El timo, cuento de Edgar Allan Poe


(Considerado como una de las ciencias exactas)

Hey diddle diddle.
The cat and the fiddle.

Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en la mayor de las escalas.
El timo —o la idea abstracta contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El hecho, sin embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener, sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo, sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo desplumado.
A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su ambición, su objeto, su fin. Y por eso cuando a un hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés, la perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la originalidad, la impertinencia y la risita socarrona.
Pequeñez.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la noción del timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y una «operación financiera», como un timo en Brobdingnag[1]. El uno es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.
Interés.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una finalidad a la vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y

Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,

y así procede él con lo suyo.
Ingenio.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de la antigua Baia.
Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido mediante un timo sin originalidad.
Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.
He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.
Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las facilidades para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y vuelven a salir sin que nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un artículo, hay una campanilla al alcance de la mano, la cual se considera harto suficiente.
He aquí otro respetable timo: Un señor bien vestido entra en un negocio, compra por valor de un dólar y descubre con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra chaqueta. Dice entonces al tendero:
—¡No se preocupe, señor mío! Le pido simplemente que tenga la gentileza de mandar el paquete a casa. ¡Un momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por debajo de cinco dólares. De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro dólares de vuelto.
—Muy bien, señor —replica el tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea de su cliente. «Conozco individuos —piensa— que se habrían echado el paquete al brazo, prometiendo volver a pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»
De inmediato despacha a un mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino, casualmente, se encuentra éste con el cliente, quien exclama:
—¡Ah, mi paquete! Creí que lo habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi esposa, Mrs. Trotter, te dará los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des el vuelto a mí, pues necesito algo de cambio para el correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es buena esta moneda? Tres, cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te encontraste conmigo, y no pierdas tiempo por la calle.
El chico no pierde tiempo... pero tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le resulta imposible encontrar a ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se consuela, empero, pensando que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin recibir dinero en cambio, y cuando aparece en el negocio con aire satisfecho se queda muy perplejo e indignado al preguntarle su amo qué ha hecho con el vuelto...
He aquí un timo muy sencillo: Una persona con aire de funcionario presenta al capitán de un buque que se dispone a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios. Contento de tener que pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en ese momento, el capitán paga la nota sin tardar. Quince minutos después le llega otra factura, mucho más razonable, y la persona que se la entrega no tarda en convencerlo de que el primer funcionario era un timador.
El siguiente timo es parecido: Un vapor suelta amarras y está a punto de separarse del muelle. Un viajero, con el abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De pronto se detiene, se agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.
—¿Alguno de los presentes ha perdido una cartera? —grita.
Nadie puede contestarle, pero al subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no tarda en verse que la cartera contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar su salida.
—El tiempo y la marea no esperan a nadie —dice el capitán.
—¡Por favor, esperemos un momento! —exclama el que ha encontrado la cartera—. ¡Sin duda, no tardará en presentarse el dueño!
—¡Imposible! —responde autoritariamente el capitán—. ¡Fuera la planchada!
—¿Qué voy a hacer? —pregunta el viajero, lleno de tribulación—. Me alejo del país por muchos años y mi conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me pertenece. ¡Perdone usted, señor —agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en el muelle—, pero su aspecto me parece el de una persona honesta! ¿Tendría usted la gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro de que puedo confiar en usted y que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que hay en la cartera es muy considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una recompensa por su honradez...
—¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!
—En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para calmar sus escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo tomar tanto...; bastaría con cincuenta...
—¡Fuera la planchada! —repite el capitán.
—Pero no tengo cambio de cien, y me parece que lo mejor...
—¡Suelta ese cabo! —grita el capitán.
—¡No se preocupe usted! —exclama el caballero del muelle, que ha estado revisando su propia cartera—. ¡Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco Norteamericano! ¡Páseme usted la cartera!
Y el superescrupuloso viajero toma el dinero con marcada resistencia y alcanza la cartera al caballero del muelle, mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero. Media hora más tarde se descubre que la «gruesa suma» consiste en billetes falsificados y que todo el episodio no era más que un formidable timo.
Un timo audaz es el siguiente: Va a celebrarse una reunión rural o algo parecido en un lugar sólo accesible por medio de un puente. El timador se instala en la cabecera del puente e informa respetuosamente a todos los que llegan que la nueva ley del condado establece un peaje de un centavo por peatón, dos por caballos y burros, etc. Algunos protestan, pero todos se someten y el timador se vuelve a casa con cincuenta o sesenta dólares bien ganados, pues cobrar un peaje a una gran multitud es trabajo muy fatigoso.
He aquí un timo muy hábil: Un amigo del timador acepta un pagaré de éste, debidamente llenado y firmado en uno de los formularios usuales impresos en tinta roja. El timador compra una o dos docenas de dichos formularios y diariamente moja uno de ellos en su sopa, hace que su perro salte para atraparlo y finalmente se lo cede como un buen bocado. Cuando el pagaré llega a su vencimiento, el timador y su perro se presentan en casa del amigo y se habla del documento en cuestión. El amigo lo saca de su escritorio y va a alcanzarlo al timador cuando el perro reconoce el formulario y de un salto lo atrapa y lo devora. El timador se muestra no sólo sorprendido sino vejado y furioso por la absurda conducta de su perro, y se manifiesta dispuesto a cancelar la obligación... en el momento en que le presenten una prueba de que existe.
Un pequeño timo tiene lugar en esta forma: Una señora es insultada en la calle por el cómplice del timador. Éste acude en defensa de la dama y, luego de dar una soberana paliza a su amigo, insiste en acompañar a la señora hasta su domicilio. Una vez allí, se inclina con la mano sobre el corazón y se despide respetuosamente. Pero la dama ruega a su salvador que entre, a fin de presentarle a su papá y a su hermano mayor. Con un suspiro, el salvador declina la invitación.
—¿No hay, pues, un medio, señor, de testimoniarle mi gratitud? —murmura la dama.
—Por supuesto que sí, señora. ¿Podría usted prestarme dos chelines?
Bajo la impresión que le causan estas palabras la dama decide primeramente desmayarse. Pero lo piensa mejor y, luego de soltar los lazos de su bolso, hace entrega del dinero pedido. Como he dicho, este timo es muy modesto, pues hay que entregar la mitad de la suma obtenida al caballero que se tomó el trabajo de insultar a la señora y debió luego aguantar sin resistencia una buena paliza.
El que sigue es también un timo menudo, pero científico. El timador se acerca al mostrador de una taberna y pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los examina y declara:
—No me gusta este tabaco. Tómelo y déme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
—Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.
—¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
—Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.
—¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco, encima del mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
—Pero, señor... —dice el tabernero, completamente confundido—. Pero, señor...
—Nada de peros conmigo —interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y golpeando la puerta al alejarse—. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades. En ocasión de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno de los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador copia los detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general, y el domicilio. Si, por ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!, solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia fabricada por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis periódicos de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que ha perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la persona que encontró la cartera se presente a la dirección dada por el timador en vez de acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y desaparece.
Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de brillantes de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares, agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se hagan preguntas.
Un día o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la campanilla; acude una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que produce en éste el más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma importancia y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean la hermana de la señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas identifican clamorosamente el anillo, pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos que a empujones. La dueña de la casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.
Pero como el timo es cosa infinita, también lo sería este artículo, aunque me limitara a sugerir apenas la mitad de las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible. Como he de concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un timo muy decente, pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho nuestra ciudad, y que se repitió más tarde con buen éxito en otras ciudades todavía más inocentes de nuestro país.
Un caballero de edad mediana llega a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se conduce de manera notablemente precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin que haya en él nada de ostentoso. Lleva corbata blanca, amplio chaleco, sólo destinado a la comodidad; confortables zapatos de gruesa suela y pantalones sin trabilla. En suma, tiene el aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable hombre de negocios par excellence; uno de esos caballeros exteriormente severos y duros, pero tiernos por dentro, como suelen pintarse en las comedias; hombres cuyas palabras son otras tantas garantías, y que mientras distribuyen guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el último centavo con la otra en el terreno de sus propios negocios.
Nuestro caballero se muestra muy difícil de complacer en lo que respecta a una casa de pensión. No le gustan los niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres metódicas y además le gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de tendencias piadosas. Las condiciones de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en que liquidará la cuenta el primero de cada mes (estamos ahora a dos), y una vez que ha hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la dueña que no olvide de ninguna manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el recibo, deberán ser presentados a las diez de la mañana del día primero de cada mes, y bajo ninguna circunstancia dejados para el día siguiente.
Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más respetable que a la moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde mucho se muestra —suele decir—, poco hay de sólido», observación que impresiona tan profundamente a su casera que se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia de la familia, aprovechando el amplio margen que hay en los Proverbios de Salomón.
El paso siguiente consiste en publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de a seis peniques, pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte de que reclaman el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de negocios detestan, pues, según él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté concluido. El aviso dice aproximadamente así:

SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión de iniciar importantes operaciones comerciales en esta ciudad, requerimos los servicios de tres o cuatro inteligentes y competentes empleados. Sueldo importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre la integridad del postulante, que nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las obligaciones a cumplir suponen una alta responsabilidad, pues grandes sumas de dinero deberán pasar por las manos de nuestros empleados, consideramos necesario solicitar una caución de cincuenta dólares, que será depositada por el empleado respectivo. Inútil presentarse, por tanto, si no se está en condiciones de hacer dicho depósito, así como de exhibir los mejores testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes con inclinaciones piadosas. Presentarse de diez a once y de dieciséis a diecisiete en las oficinas de los señores
Bogs, Hogs, Logs, Frogs & Co.

Calle de los Perros, 110

Al cumplirse el 31 del mes, este aviso ha llevado a la oficina de los señores Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas. Pero nuestro hombre de negocios no tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún hombre de negocios tiene prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen concerniente a sus inclinaciones piadosas, los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo tiempo, por vía de simple precaución, se los invita a hacer efectiva la fianza de cincuenta dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía libra el correspondiente recibo. En la mañana del primero de cada mes la casera no presenta su cuenta, como había prometido hacerlo; negligencia por la cual el director de la casa con tantos ogs no habría dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera quedado un día o dos más en la ciudad para tal propósito.
Como es de suponer, la policía se ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un lado a otro, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de negocios es n. e. i., letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non es inventus. Y entretanto los jóvenes postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones piadosas, mientras la casera compra una excelente goma de borrar de un chelín, y con todo cuidado suprime la nota a lápiz que algún tonto había escrito en la gran biblia familiar, aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de Salomón.


[1] País imaginario de los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde las cosas existen en una escala colosal. (N. del T.)