... Y las
gentes se fueron pisando sobre sus diez dedos, llenas de asombro
(Sátiras del obispo Hall)
Hoy
—vale decir fui— un gran hombre; no soy, sin embargo, ni el autor de junius ni
el hombre de la máscara de hierro. Puede creérseme que mi nombre es Robert
Jones y que nací en alguna parte de la ciudad de Fum-Fudge.
La
primera acción de mi vida consistió en tomarme la nariz con ambas manos. Mi
madre vio esto y me llamó genio; mi padre lloró de alegría, regalándome luego
un tratado de Nasología. Me lo aprendí antes de usar los primeros pantalones.
Comencé
a abrirme camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre
disponía de una nariz lo suficientemente conspicua le bastaría andar detrás de
ella para llegar a convertirse en un «león» social. Pero no me limitaba a
atender solamente a la teoría. Todas las mañanas aplicaba a mi proboscis un par
de tirones y me enviaba al coleto media docena de tragos.
Cuando
llegué a la mayoría de edad, mi padre me invitó cierto día a entrar en su
despacho.
—Hijo
mío —manifestó cuando nos hubimos sentado—. ¿Cuál es la finalidad esencial de
tu existencia?
—Padre
—contesté—, es el estudio de la Nasología.
—¿Y
qué es la Nasología, Robert?
—La
ciencia de las narices, señor —contesté, amostazado.
—¿Y
puedes decirme cuál es el significado de una nariz?
—Una
nariz, padre mío —dije, grandemente aplacado—, ha sido diversamente definida
por unos mil autores diferentes. (Aquí saqué el reloj y lo consulté.) Es casi mediodía,
es decir, que tendremos tiempo de mencionarlos a todos antes de medianoche.
Comencemos, pues: La nariz, según Bartolinus, es esa protuberancia, esa
saliente, esa excrecencia, esa...
—Ya
basta, Robert —me interrumpió aquel excelente caballero—. Me quedo estupefacto
ante la extensión de tus conocimientos. Me pasmas, palabra de honor. (Aquí
cerró los ojos y se llevó la mano al corazón.) ¡Acércate! (Aquí me tomó del
brazo.) Tu educación puede considerarse como terminada... y es tiempo de que te
arregles por tu cuenta. Nada mejor podrías hacer que limitarte a seguir a tu
nariz... así... así... y así... (Aquí me echó a puntapiés escaleras abajo.)
¡Vete de mi casa, pues, y que Dios te bendiga!
Como
sentía dentro de mí el divino afflatus, consideré este accidente más
afortunado que otra cosa. Resolví guiarme por el consejo paterno. Decidí seguir
a mi nariz. Le di uno o dos tirones y escribí al punto un folleto sobre
Nasología.
Toda
Fum-Fudge entró en conmoción.
—¡Genio
maravilloso! —dijo el Quarterly.
—¡Fisiólogo
soberbio! —dijo el Westminster.
—¡Un
hombre inteligente! —dijo el Foreign.
—¡Magnífico
escritor! —dijo Edinburgh.
—¡Pensador
profundo! —dijo el Dublin.
—¡Grande
hombre! —dijo el Bentley.
—¡Alma
divina! —dijo el Fraser.
—¡Uno
de los nuestros! —dijo el Blackwood.
—¿Quién
podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.
—¿Quién
podrá ser? —dijo la primera señorita Marisabidilla.
—¿Quién
podrá ser? —dijo la segunda señorita Marisabidilla.
Pero
yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el
estudio de un artista.
La
duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano se ocupaba del
perrito de la duquesa. El conde de Zutano jugaba con sus Frasquitos de
sales. Su Alteza Real Perengano inclinábase sobre la silla de la
duquesa.
Acerquéme
al artista y levantó la nariz.
—¡Oh,
cuan hermosa! —suspiró su Gracia.
—¡Oh,
rayos! —susurró el marqués.
—¡Oh,
qué repugnante! —gruñó el conde.
—¡Oh,
qué abominable! —bramó su Alteza Real.
—¿Cuánto
quiere usted? —preguntó el artista.
—¡Por
su nariz! —gritó su Gracia.
—Mil
libras —dije, tomando asiento.
—¿Mil
libras? —repitió el artista, pensativo.
—Mil
libras —dije.
—¡Hermosa!
—murmuró él, extático.
—Mil
libras —dije.
—¿La
garantiza usted? —preguntó, colocándola de modo que le diera la luz.
—La
garantizo —contesté, soplando con fuerza por ella.
—¿Es
completamente original? —inquirió, tocándola con reverencia.
—¡Hum!
—dije, retorciéndola.
—¿No
se han sacado copias de ella? —interrogó, examinándola con un microscopio.
—Ninguna
—dije, alzándola.
—¡Admirable!
—pronunció, tomado completamente de sorpresa ante la belleza de la maniobra.
—Mil
libras—dije.
—¿Mil
libras?
—dijo él.
—Precisamente
—dije.
—¿Mil
libras? —dijo él.
—En
efecto —dije.
—Las
tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!
Me
entregó un cheque de inmediato y se puso a dibujar mi nariz. Alquilé un
departamento en la calle Jermyn y envié a Su Majestad la nonagesimonovena
edición de mi Nasología, con un retrato de la proboscis. Aquel pobre
insignificante libertino, el Príncipe de Gales, me invitó a cenar.
Todos
éramos «leones» y recherchés.
Había
un platónico moderno. Citó a Porfirio, a Yámblico, a Plotino, a Proclo, a
Hierocles, a Máximo Tirio y a Siriano.
Había
un defensor de la perfectibilidad humana. Citó a Turgot, a Price, a Priestley,
a Condorcet, a De Staël y al «Estudiante Ambicioso de Mala Salud».
Estaba
Sir Paradoja Positiva. Hizo notar que todos los locos eran filósofos, y que
todos los filósofos eran locos.
Estaba
Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y
preexistente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las
homeomerías.
Estaba
Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de
Nicea, del puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios.
Estaba
Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el muritón de lengua roja, las
coliflores con salsa velouté, la ternera à la St. Menehoult, la
marinada à la St. Florentin y las jaleas de naranjas en mosaïques.
Estaba
Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al
Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al
Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó
la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, cerrando los ojos, nos dijo la diferencia
que hay entre el jerez y el amontillado.
Estaba
el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio
y Argostino, de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los
colores de Tiziano, de las damas de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.
Estaba
el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la
luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en
Grecia.
Había
un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los ángeles
eran caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil
cabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vaca color celeste, con
incalculable cantidad de cuernos verdes.
Estaba
Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres
tragedias perdidas de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a
los trescientos noventa y un discursos de Lisias, a los ciento ochenta tratados
de Teofrasto, al octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio,
a los himnos y ditirambos de Píndaro y a las cuarenta y cinco tragedias de
Homero (hijo).
Estaban
Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los
fuegos internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y
solidiformes; sobre cuarzo y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca
trapeana, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez,
la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y la
calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.
Estaba
yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí.
Levanté la nariz y hablé de mí.
—¡Qué
maravillosa inteligencia! —dijo el príncipe.
—¡Soberbia!
—dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su Gracia
la duquesa Fulana.
—¿Irá
usted al Salón de Almack, encantadora criatura? —me dijo, dándome unos
golpecitos en el mentón.
—Por
mi honor... iré —dije.
—¿Con
nariz y todo? —preguntó.
—Como
que estoy vivo —dije.
—Pues
bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que estará usted
presente?
—Querida
duquesa, de todo corazón.
—¡Bah,
no me interesa el corazón! Diga, más bien: «De toda nariz».
—Cada
trocito de ella, amor mío —dije; y luego de retorcerme una o dos veces la
nariz, me encontré en el Salón de Almack.
Las
diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.
—¡Ahí
viene! —dijo alguien en la escalera.
—¡Ahí
viene! —dijo otro algo más arriba.
—¡Ahí
viene! —dijo un tercero, aún más lejos.
—¡Ha
llegado! —exclamó la duquesa—. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!
Y,
tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.
Siguió
a esto una gran conmoción entre los presentes.
—Diavolo!
—gritó
el conde Capricornutti.
—¡Dios
guarde! —murmuró Don Estilete.
—Mille
tonnerres! —exclamó
el príncipe de Grenouille.
—Tousand
Teufel! —gruñó
el elector de Bluddennuff.
Esto
ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff.
—¡Caballero
—le dije—, es usted un mandril!
—Caballero
—repuso él, luego de una pausa—, Donner und Blitzen!
Con
esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice
volar la nariz de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.
—Bête!
—dijo
el primero.
—¡Tonto!
—dijo el segundo.
—¡Mastuerzo!
—dijo el tercero.
—¡Asno!
—dijo el cuarto.
—¡Badulaque!
—dijo el quinto.
—¡Mentecato!
—dijo el sexto.
—¡Fuera
de aquí! —dijo el séptimo.
Todo
esto me mortificó, y fui a visitar a mi padre.
—Padre
—pregunté—. ¿Cuál es la finalidad esencial de mi existencia?
—Hijo
mío —me contestó—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero, al herir al
elector en la nariz, te has excedido lamentablemente. Tienes una hermosa nariz,
es verdad; pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Estás condenado, y él se ha
convertido en el héroe del día. Doy fe de que en Fum-Fudge la grandeza de un
«león» se halla proporcionada con el tamaño de su proboscis. Pero, ¡santo
cielo!, no se puede competir con un león que no tiene absolutamente ninguna
proboscis.
Raro cuento, aún no logro descifrarlo del todo.
ResponderEliminar