Un relato de
la reciente campaña
contra los cocos y los kickapoos
contra los cocos y los kickapoos
Pleurez,
pleurez, mes yeux, et fondez vous en eau! La moitié de ma vie a mis l’autre au
tombeau.
(Corneille)
No
recuerdo ahora dónde o cuándo vi por primera vez a aquel apuesto militar, el
brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Sin duda, alguien me
presentó a él en alguna ceremonia pública, ¡naturalmente!, presidida por alguna
persona muy importante, ¡claro está!, en un sitio o en otro, ¡por supuesto!,
aunque me haya olvidado inexplicablemente de su nombre. Debo decir que esperé
aquella presentación en un estado de nervios que me impidió formarme una idea
bien definida del lugar y del tiempo. Soy constitucionalmente nervioso; es un
defecto de familia, y no lo puedo impedir. La menor apariencia de misterio, la
cosa más ínfima que no alcance a comprender, bastan para sumirme de inmediato
en un estado de lamentable agitación.
Había
por así decir algo notable —sí, notable, aunque el término es muy débil
para expresar plenamente lo que quisiera dar a entender— en la apariencia de
aquel personaje. Tenía probablemente seis pies de estatura y un aspecto muy
imponente. Se notaba en él un air distingué que hablaba de una refinada
cultura y hacía suponer una alta cuna. Sobre este tema —el de la apariencia
personal de Smith— siento una especie de melancólica satisfacción en ser
minucioso. Su cabello hubiera hecho honor a un Bruto; ondulábase de la manera
más extraordinaria, y tenía un brillo incomparable. Era de un negro azabache, y
este color —o, mejor dicho, este no-color— era asimismo el de sus inimaginables
patillas. Ya habréis advertido que no puedo hablar sin entusiasmo de estas
últimas; no es decir demasiado si afirmo que eran el más hermoso par de patillas
existentes bajo el sol. Flanqueaban, y a veces hasta cubrían en parte la más
perfecta boca imaginable, donde lucían los dientes más regulares y más blancos
que concebirse puedan. En cada ocasión apropiada nacía de aquella boca una voz
sumamente clara, melodiosa y bien timbrada. Con respecto a los ojos, Smith
estaba igualmente muy bien dotado. Cada uno de los suyos valía por un par de
órganos oculares ordinarios. Muy grandes y brillantes, tenían pupilas de un
color castaño profundo, y una que otra vez se advertía en ellos esa ligera e
interesante oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
El
torso del general era sin duda alguna el más hermoso que haya visto jamás. En
vano se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas
proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente,
unos hombros que hubieran provocado el rubor de la humillación en el Apolo de
mármol. Me apasionaban los hombros, y puedo decir que jamás había visto
perfección semejante. Los brazos estaban igualmente bien modelados, y los
miembros inferiores no les iban en zaga en cuanto a perfección. Eran realmente
el nec plus ultra de las piernas hermosas. Todo conocedor de la materia
reconocía que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado carnosas, ni demasiado
flacas; ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que
la del os femoris; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte
posterior de la fibula, que contribuye a la conformación de una
pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses que a mi
amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas
del brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Empero,
aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las zarzamoras,
me resultaba imposible creer que lo notable a que he aludido, ese
extrañó je ne sais quoi que envolvía a mi reciente conocido,
procediera tan sólo de la acabada perfección de sus dones corporales. Quizá
emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser demasiado
afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un
grado de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en
todos sus movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido
lamentable afectación o pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones
del general no podía atribuirse más que a reserva, a hauteur y, en
una palabra, al loable sentido de lo que corresponde a la dignidad de las
proporciones colosales.
El
excelente amigo que me presentó al general Smith me dijo al oído algunas frases
elogiosas sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad
uno de los más notables de la época. Gozaba de especial favor ante las
damas, sobre todo por su alta reputación de hombre valeroso.
—En
ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero
paladín, sin la menor duda —dijo mi amigo con un susurro, llenándome de
excitación por el misterio que había en su voz.
—Sí,
un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y
terrible lucha en los pantanos del sud, contra los indios cocos y los
kickapoos. (Aquí mi amigo abrió mucho los ojos.) ¡Dios me asista! ¡Cuánta
sangre, pólvora... todo lo imaginable! ¡Prodigios de valor! Supongo que
ha oído usted hablar de él... Probablemente no ignora que es el hombre que...
—¡Vaya,
vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! —lo
interrumpió en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo
e inclinándose rígida pero profundamente cuando le fui presentado.
Pensé
en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan
clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero debo reconocer que
lamenté que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los
murmullos y las insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el
héroe de la campaña contra los cocos y los kickapoos.
Empero,
la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A.
B. C. Smith no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo
se marchó casi de inmediato, sostuvimos un largo tête-à-tête, y no
sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas. Jamás he oído a un
narrador más fluido, ni a un hombre más informado. Con loable modestia, sin
embargo, se abstuvo de tocar el tema que más me apasionaba —aludo a las
misteriosas circunstancias referentes a la guerra contra los cocos—, y por mi
parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la cuestión, pese
a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el valeroso militar
prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en
comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el
rumbo de nuestro diálogo, volvía invariablemente a ocuparse del asunto.
—No
hay nada comparable a esto —decía—. Somos un pueblo admirable y vivimos en una
edad maravillosa. ¡Paracaídas y ferrocarriles... trampas perfeccionadas y
fusiles de gatillo! Nuestros barcos a vapor recorren todos los mares, y el
globo de Nassau se dispone a efectuar viajes regulares (a sólo veinticinco
libras el pasaje) entre Londres y Timboctú. ¿Quién puede prever la inmensa
influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la literatura, que habrán
de tener los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro a usted
que no es todo! El progreso de las invenciones no conoce fin. Las más
admirables, las más ingeniosas... y permítame usted agregar, Mr... Mr.
Thompson, según creo, permítame agregar, digo, que los dispositivos mecánicos
mas útiles, los más verdaderamente útiles... surgen día a día
como hongos, si es que puedo expresarme así o, más figurativamente, como... sí,
como saltamontes... como saltamontes, Mr. Thompson... en torno de nosotros...
¡ja, ja!... en torno de nosotros.
Mi
nombre no es Thompson; pero de más está decir que me separé del general Smith
con multiplicado interés por su persona, imbuido de una altísima opinión sobre
sus dotes de conversador y una profunda convicción de los valiosos privilegios
que gozamos por vivir en esta época de invenciones mecánicas. Mi curiosidad,
sin embargo, no había quedado completamente satisfecha, y resolví de inmediato
hacer averiguaciones entre mis amistades sobre el brigadier general honorario y
sobre los tremendos sucesos quorum pars magna fuit durante la campaña de
los cocos y de los kickapoos.
La
primera oportunidad que se me presentó y que (horresco referens) no tuve
el menor escrúpulo en aprovechar, aconteció en la iglesia del reverendo doctor
Drummummupp, donde un domingo, a la hora del sermón, me encontré no solamente
instalado en uno de los bancos, sino al lado de mi muy meritoria y comunicativa
amiga Miss Tabitha T. Apenas la descubrí, me congratulé por el buen cariz que
tomaban mis asuntos, y no me faltaba razón, ya que si alguien sabía alguna cosa
sobre el brigadier general honorario John A. B. C. Smith, esa persona era Mis
Tabitha T. Nos telegrafiamos unas cuantas señales y empezamos sotto voce un
animado tête-à-tête.
—¿Smith?
—dijo ella, en respuesta a mi ansiosa pregunta—. ¿Querrá usted decir el general
A. B. C.? ¡Dios me asista, hubiera jurado que estaba al tanto de todo! ¡Un
episodio tan horrible! ¡Ah, esos kickapoos, qué monstruos sanguinarios! Sí,
luchó como un héroe... prodigios de valor... renombre inmortal. ¡Smith!
¡Brigadier general honorario John A. B. C.! Vamos, bien sabe usted que se trata
del hombre que...
—¡El
hombre —gritó el doctor Drummummupp con todas sus fuerzas, y con un puñetazo
que estuvo a punto de romper el pulpito—, que ha nacido de mujer, sólo vivirá
poco tiempo; así como crece, así es cortado como una flor!
Me
apresuré a correrme al extremo del banco, advirtiendo por las miradas que me
echaba el predicador que la cólera, poco menos que fatal para el pulpito,
provenía de los murmullos entre la dama y yo. No había nada que hacerle; me
sometí, pues, resignadamente, y escuché envuelto en el martirio de un silencio
digno el resto de aquel importantísimo discurso.
A
la noche siguiente acudí algo tarde al teatro Rantipole, donde estaba seguro de
satisfacer inmediatamente mi curiosidad mediante el simple expediente de entrar
al palco de aquellas exquisitas muestras de afabilidad y omnisciencia, las
señoritas Arabella y Miranda Cognoscenti. El notable trágico Climax representaba
a Yago ante un público numeroso, y me costó algún trabajo hacerme entender,
máxime cuando nuestro palco estaba casi suspendido sobre la escena.
—¡Smith!
—dijo Miss Arabella, que por fin comprendió mi pregunta—. ¡Smith! ¿El general
John A. B. C.?
—¡Smith!
—coreó pensativamente Miranda—. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna vez un
hombre de mejor estampa?
—Jamás,
amiga mía; pero, por favor, dígame usted...
—¿Y
una gracia tan inimitable?
—Nunca,
bajo palabra de honor. Pero quisiera saber...
—¿O
un sentido tan profundo de la escena?
—¡Señorita!
—¿O
una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire
usted qué piernas!
—¡Oh,
qué demonios! —dije, y me volví otra vez hacia su hermana.
—¡Smith!
—repitió ella—. ¿No será el general John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue
aquello! ¿No es cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...!
Afortunadamente vivimos en una época de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí,
un gran hombre! ¡Temerario hasta el límite! ¡Renombre inmortal! ¡Prodigios de
coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto fue dicho a gritos.) ¡Dios me
asista! Ya sabe usted, es el hombre que...
...ni
la mandragora
Ni
todos lo elixires somníferos del mundo
Te
proporcionarán jamás ese dulce sueño
De
que gozaste ayer!
—aulló
Climax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que no
pude ni quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas
Cognoscenti, pasé entre bastidores y, al aparecer aquel pillo, le di una paliza
que espero recordará hasta el día de su muerte.
Durante
la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me
sentí seguro de que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos
sentado a la mesa de juego, teniendo a mi bonita huéspeda vis-à-vis, le
hice las preguntas cuya respuesta se había convertido en algo tan esencial para
mi tranquilidad de espíritu.
—¡Smith!
—dijo mi amiga—. ¿Supongo que alude usted al general John A. B. C.? ¡Qué
terrible episodio! ¿Oros, dijo usted? ¡Ah, esos kickapoos, qué miserables! Por
favor, Mr. Tattle, estamos jugando al whist... De todas maneras ésta es
la época de las invenciones... ciertamente es la época par excellence... ¿habla
usted francés? ¡Sí, un héroe, y de una temeridad increíble! ¿No tiene usted
corazones, Mr. Tattle? ¡Imposible! ¡Sí, un renombre inmortal... prodigios de
valor! ¿Qué nunca había oído hablar de él? ¡Cómo! ¡Si se trata del hombre
que...!
—¿Hombrequet?
¿El capitán Hombrequet? —interrumpió desde lejos y a gritos una
invitada—. ¿Está usted hablando del capitán Hombrequet y del duelo? ¡Oh, quiero
escuchar lo que dicen! ¡Por favor, Mrs. O’Trump... siga usted, le suplico que
siga contando!
Y
así lo hizo Mrs. O’Trump, emprendiendo una narración sobre un cierto capitán
Hombrequet, a quien habían ahorcado o muerto a tiros, o que por lo menos lo
merecía. ¡Palabra! Y como Mrs. O’Trump continuaba indefinidamente... acabé por
marcharme. Aquella noche me sería imposible escuchar nada referente al
brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Me
consolé, sin embargo, pensando que tanta mala suerte no podía durar siempre, y
me decidí audazmente a procurarme informaciones en los salones de fiesta de
aquel hechicero angelillo, la graciosa Mrs. Pirouette.
—¡Smith!
—exclamó ésta mientras dábamos vueltas y vueltas en un pas de zéphyr—
¿Se refiere usted al general John A. B. C.? ¡Ah, qué terrible esa historia
de los cocos! ¿No es cierto? ¡Qué gentes tan horribles son los indios! ¡Ponga
la punta de los pies hacia afuera! ¿No le da vergüenza? Un hombre valerosísimo,
el pobre... Pero vivimos en una época de maravillosas invenciones... ¡Dios mío,
me falta el aliento! ¡Sí, un coraje temerario! ¡Prodigios de valor! ¿Que
nunca oyó usted hablar de él? ¡Imposible! ¡Tengo que sentarme y hacérselo
saber! ¡Si justamente Smith es el hombre que...!
—¡Man-fredo!
—gritó Miss Sabihonda, en momentos en que yo llevaba a Mrs. Pirouette hacia
un sofá—. ¿Cómo sé puede decir semejante cosa? ¡Le aseguro que se trata de Man-fredo
y no de Man-frido!
Y
como Miss Sabihonda me tomara por testigo de la manera más perentoria, me vi
precisado, quisiera o no, a terciar en la solución de una disputa referente al
título de cierto drama poético de Lord Byron. Y aunque afirmé de inmediato que
el verdadero título era Man-frido, y de ninguna manera Man-fredo, apenas
me volví en busca de Mrs. Pirouette descubrí que se había perdido de vista, por
lo cual me marché de su casa envuelto en la más amarga animosidad contra la
entera raza de las sabihondas.
Las
cosas se estaban poniendo muy serias, y resolví visitar sin pérdida de tiempo a
mi amigo íntimo Mr. Theodore Sinivate, pues estaba seguro de obtener de él
alguna información precisa.
—¡Smith!
—exclamó, con su peculiar manera de arrastrar las palabras—. ¿No se tratará del
general John A. B. C.? Triste asunto ese de los kickapoos, ¿no es cierto? Una
temeridad extraordinaria... ¡una lástima verdaderamente! ¡Qué época, qué
maravillosos inventos! ¡Prodigios de valor! Dicho sea de paso, ¿no oyó hablar
usted del capitán Hombrequet?
—¡Que
se vaya al diablo el capitán Hombrequet! —repuse—. Por favor, siga con su
relato.
—¡Ejem!
Pues bien... es exactamente la même cho-o-ose, como decimos en Francia.
¿Smith, eh? ¿El brigadier general John A. B. C.? Vea usted... —y aquí Mr.
Sinivate creyó oportuno ponerse un dedo contra la nariz—. ¿No pretenderá
insinuar, verdadera y conscientemente, que no sabe nada de la historia de
Smith? Porque usted habla de Smith, supongo, de John A. B. C., ¿eh? Pues,
estimado amigo, se trata del hombre...
—Señor
Sinivate —imploré—. ¿Se trata del hombre de la máscara de hierro?
—No-o-o
—repuso, con aire de entendido—. Ni tampoco del hombre de la luna.
Consideré
que esta réplica constituía un punzante y claro insulto, y abandoné de
inmediato la casa, lleno de cólera y dispuesto a exigir a mi amigo Mr. Sinivate
una pronta explicación por tan poco caballeresca conducta y tanta mala
educación.
Pero,
en el ínterin, no estaba dispuesto a renunciar a las informaciones que deseaba.
Me quedaba todavía un recurso. Lo mejor sería ir a la fuente misma. Visitaría
inmediatamente al general, pidiéndole con palabras explícitas una solución de
tan abominable misterio. Aquí al menos, no habría posibilidad de error. Sería
llano, positivo, perentorio, tan conciso como Tácito o Montesquieu.
Llegué
muy temprano a casa del general, que se estaba vistiendo, pero como insistí en
que se trataba de algo urgente, un viejo mucamo negro me hizo pasar al
dormitorio, y se quedó allí para servir a su amo. Como es natural, al entrar en
la habitación miré en torno buscando a su ocupante, pero no lo distinguí. Había
un bulto muy grande y muy raro contra mis pies, y, como no estaba yo del mejor
de los humores, le di un puntapié para quitarlo del camino.
—¡Ejem...
ejem... no me parece una conducta muy correcta, que digamos! —dijo el bulto con
una vocecilla tan débil como curiosa, algo entre chirrido y silbido.
Grité
de terror y huí diagonalmente hasta refugiarme en el rincón más alejado del
dormitorio.
—¡Mi
estimado amigo! —volvió a silbar el bulto—. ¿Qué... qué... qué cosa le sucede?
¡Hasta creería que no me reconoce usted!
¿Qué
podía yo contestar a eso? Tambaleándome, me dejé caer en un sillón y,
con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, esperé la solución de
aquel enigma.
—No
deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? —insistió la indescriptible
cosa, que, según alcancé a ver, estaba efectuando en el suelo unos movimientos
inexplicables, bastante parecidos a los de ponerse una media. Pero sólo se veía
una pierna.
—No
deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? ¡Pompeyo, tráeme esa
pierna!
Pompeyo
se acercó al bulto y le alcanzó una notable pierna artificial, con su media ya
puesta, que el bulto se aplicó en un segundo, tras lo cual vi que se
enderezaba.
—Y
aquella batalla fue harto sangrienta —continuó diciendo la cosa, como si
monologara—. Pero no hay que meterse a pelear contra los cocos y los kickapoos
y creer que se va a salir de allí con un mero rasguño. Pompeyo, haz el favor de
darme ese brazo. Thomas —agregó, volviéndose a mí— es el mejor fabricante de
piernas postizas; pero si alguna vez necesitara usted un brazo, querido amigo,
permítame que le recomiende a Bishop.
Y
a todo esto Pompeyo le atornillaba un brazo.
—Aquella
lucha fue una cosa terrible, puedo asegurárselo. Vamos, perillán, colócame los
hombros y el pecho. Pettit fabrica los mejores hombros, pero si quiere usted un
pecho vaya a Ducrow.
—¡Un
pecho! —exclamé.
—¡Pompeyo!
¿Terminarás de ponerme la peluca? Que lo esculpen a uno no tiene nada de
agradable, pero a fin de cuentas siempre es posible procurarse un peluquín tan
bueno como éste en De L’Orme.
—¡Peluquín!
—¡Vamos,
negro, mis dientes! Para una buena dentadura, le aconsejo ir en seguida
a Parmly. Cuesta caro, pero hacen trabajos excelentes. En cuanto a mí, me
tragué no pocos de mis dientes cuando uno de los indios cocos me machacaba con
la culata del rifle.
—¡Culata
del rifle! ¡Lo machacaba! ¿Pero qué ven mis ojos?
—¡Oh,
ahora que lo menciona... trae aquí ese ojo Pompeyo, y atorníllalo pronto! Esos
kickapoos no son nada lerdos para dejarlo a uno tuerto. Pero el doctor Williams
es un hombre de talento, y no puede imaginarse lo bien que veo con los ojos que
fabrica.
Comencé
entonces a percibir con toda claridad que el objeto erguido ante mí era nada
menos que mi reciente conocido, el brigadier general honorario John A. B. C.
Smith. Debo reconocer que las manipulaciones de Pompeyo habían transformado por
completo la apariencia de aquel hombre. Pero su voz me seguía dejando perplejo,
aunque el misterio no tardó en disiparse como los otros.
—¡Pompeyo,
condenado negro —chirrió el general—, estaría por creer que vas a dejarme salir
sin mi paladar!
Murmurando
una excusa el negro se acercó a su amo, le abrió la boca con el aire entendido
de un jockey y le ajustó en el interior un aparato de singular aspecto,
haciéndolo con grandísima destreza, aunque por mi parte no alcancé a ver nada.
El cambio en la expresión del general fue tan instantáneo como sorprendente.
Cuando habló de nuevo, su voz había recobrado aquella rica tonalidad y potencia
que me habían llamado la atención en nuestra primera entrevista.
—¡Malditos
sean esos perros! —dijo con una articulación tan clara que me sobresalté—.
¡Malditos sean! No sólo me hundieron el paladar, sino que se tomaron el trabajo
de cortarme por lo menos siete octavos de lengua. Pero, afortunadamente,
tenemos a Bonfanti, que es inigualable en toda América cuando se trata de
artículos de esta especie. Se lo recomiendo a usted con toda confianza —agregó
el general, inclinándose— y le aseguro que mucho me complace poder hacerlo.
Agradecí
su gentileza lo mejor posible y me despedí de inmediato, perfectamente enterado
de la verdad y sin el menor resto de aquel misterio que tanto me había
perturbado. Era evidente. Era clarísimo. El brigadier general honorario John A.
B. C. Smith era el hombre... que se gastó.
Muy interesante e imaginativo cuento.
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